sábado, 30 de junio de 2018

Ponerse La Patria al Hombro - Francisco

Comparto estos valiosos aportes de quien hoy es el Papa Francisco. FC

Ponerse La Patria al hombro - Jorge Bergoglio
ISBN: 978-987-34-0585-3
© Editorial Claretiana, 2005
EDITORIAL CLARETIANA
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República Argentina
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2a edición, octubre de 2005
PRESENTACIÓN
El Cardenal Jorge Mario Bergoglio se ha ganado un lugar entre las figuras referentes de la Argentina contemporánea, sobre la base de la claridad de su palabra y la coherencia de su vida.
La presente edición de Ponerse la patria al hombro reúne las homilías pronunciadas por el Arzobispo de Buenos Aires en las celebraciones del 25 de mayo y el 7 de agosto – fechas hondamente significativas para los argentinos– desde 2002 a 2004, e incluye la de 2005 en el Santuario de San Cayetano. Para tener la posibilidad de observar la evolución de su pensamiento, hemos querido presentar también las publicadas en Hambre y sed de justicia, que corresponden al período 1999-2001. En dicha obra, el prestigioso periodista José Ignacio López decía lo siguiente: “Sin vueltas, duras, tan duras como esa dolorosa realidad, enhebradas como una honda reflexión religiosa sobre la base del Sermón de la Montaña, las palabras de Bergoglio fueron una invitación a la esperanza mientras se lucha por la justicia y se vive con solidaridad”.
Tal como lo hacía el mismo Jesús, el lenguaje del Cardenal Bergoglio es simple y se apoya en ejemplos concretos para iluminar y profundizar la vida cotidiana: “Los discursos no alcanzan, se necesitan testimonios. El que tenga un poquito más de poder se tiene que poner a servir un poquito más. Aquí la interna tendría que ser feroz, así como a veces se da esa interna linda en la familia en la que la madre y las hijas se disputan el delantal para lavar ellas los platos”. Presentamos estos mensajes, entonces, con la certeza de que las palabras de este Pastor constituyen una sabia interpretación de los signos de los tiempos en nuestra querida nación. Se trata del aporte que realiza una mirada evangélica sobre las complejas circunstancias que atravesamos como pueblo. Son palabras que con lucidez y realismo, despojadas de todo optimismo ingenuo, nos recuerdan que para los cristianos nunca hay motivos para perder la esperanza.
El Editor
Celebraciones del 25 de Mayo
“Hoy tengo que alojarme en tu casa... el Hijo del hombre vino a salvar lo que estaba perdido”
DEJAR LA NOSTALGIA Y EL PESIMISMO Y DAR LUGAR A NUESTRA SED DE ENCUENTRO
Homilía en la Catedral de Buenos Aires el 25 de mayo de 1999
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
Él les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”.
Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y éstos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Del Evangelio de san Lucas 24,13-35
Una nueva celebración del incipiente comienzo de la conciencia patriótica, aquel Mayo de los argentinos, nos congrega para dar gracias por los dones de Dios Padre, dones por los que nuestros padres supieron–dura y trabajosamente– vivir, luchar y morir. Dar gracias lejos de la nostalgia estéril o del recuerdo formal desaprensivo, y dejar que este mismo Dios Padre nos sacuda en este fin del milenio y nos invite a buscar un nuevo horizonte. Dar gracias porque todavía resuena en esta Catedral (también “solar de mayo”) aquella invitación del Santo Padre en su visita a nuestra patria: “¡Argentina, levántate!”, a la que todo habitante de este suelo está invitado, más allá de su origen, y con la sola condición de tener buena voluntad para buscar el bien de este pueblo. Aquel “¡Argentina, levántate!”, invitación que hoy queremos volver a escuchar, constituía un diagnóstico y una esperanza. Levantarse es signo de resurrección, es llamado a revitalizar la urdimbre de nuestra sociedad. La Iglesia en la Argentina sabe que éste es un pedido de nueva evangelización de su propia vida interna pero que –a la vez– se extiende a toda la sociedad.
En el pasaje del Evangelio que acabamos de oír hay una pedagogía del Señor que nos puede dar luz para que seamos fieles a nuestra misión de padres, gobernantes, pastores... para que seamos fieles a nuestro ser pueblo. Una pedagogía de la cercanía y del acompañamiento. El relato se refiere a los dos discípulos de Emaús y nos muestra su caminar que, más que andar, era huida. Efectivamente escapan de la alegría de la Resurrección, mascullan sus amarguras y desilusiones, y no pueden ver la nueva Vida que el Señor ha venido a ofrecerles. Acudiendo a la frase papal mencionada, podríamos decir que no se habían levantado de su adormecimiento interior y –por tanto– estaban incapacitados de ver ese Don de vida que marchaba a su lado y que esperaba ser hallado.
Los argentinos marchamos por nuestra historia acompañados por el don creado de las riquezas de nuestras tierras y por el Espíritu de Cristo reflejado en la mística y el esfuerzo de tantos que vivieron y trabajaron en este Hogar, en el testimonio silente de los que dan de su talento, su ética, su creatividad, su vida. ¡Este pueblo comprende hondamente lo que significa el amor a su tierra y la memoria de sus convicciones más profundas! En su religiosidad más íntima, en la siempre espontánea solidaridad, en sus luchas e iniciativas sociales, en su creatividad y capacidad de goce festivo y artístico, se refleja el Don de Vida del Resucitado. Porque somos un pueblo capaz de sentir nuestra identidad más allá de las circunstancias y adversidades, somos un pueblo capaz de reconocernos en nuestros diversos rostros. Tanto talento no siempre se ha visto acompañado por proyectos con continuidad en el tiempo, ni logró convocar siempre la conciencia colectiva. Y, por ello, como los discípulos huidizos, podemos encontrarnos acaparados por cierta amargura en nuestra marcha, fatigados por problemas que no dejan vislumbrar la urgencia de un futuro que nunca parece llegar.
La fatiga y la desilusión no permiten ver el peligro principal. El actual proceso de globalización parece desnudar agresivamente nuestras antinomias: un avance del poder económico y el lenguaje que lo asiste, que–en un interés y uso desmedido– ha acaparado grandes ámbitos de la vida nacional; mientras –como contrapartida– la mayoría de nuestros hombres y mujeres ve el peligro de perder en la práctica su autoestima, su sentido más profundo, su humanidad y sus posibilidades de acceder a una vida más digna. Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica Ecclesia in America se
refiere al aspecto negativo de esta globalización diciendo: “... si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva consecuencias negativas: (...) la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de la diferencia entre ricos y pobres y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada...” (n. 20). Junto a estos problemas planteados ya en el plano internacional, nos encontramos también con una cierta incapacidad de encarar problemas reales. Entonces, a la fatiga y la desilusión parecería que sólo se pueden contraponer tibias propuestas reivindicativas o eticismos que únicamente enuncian principios y acentúan la primacía de lo formal sobre lo real. O, peor aún, una creciente desconfianza y pérdida de interés por todo compromiso con lo propio común que termina en el “sólo querer vivir el momento” en la perentoriedad del consumismo. No nos podemos permitir ser ingenuos: la sombra de una nube de desmembramiento social se asoma en el horizonte mientras diversos intereses juegan su partida, ajenos a las necesidades de todos. El vacío y la anomia pueden despuntar como oscuras consecuencias de un abandono de nosotros mismos y atentan contra nuestra continuidad. ¿Quedaremos los argentinos, como los discípulos de Emaús, presos del amargo asombro, de la murmuración quejumbrosa? ¿O seremos capaces de dejarnos sacudir por el llamado del Resucitado a los discípulos desolados, y reaccionar, hacer memoria de la palabra profética, memoria de aquellos momentos salvíficos, constructivos de nuestra historia?
Como en la Pasión de Cristo, nuestra historia está llena de encrucijadas, de tensiones y conflictos. Sin embargo, este pueblo de fe supo cargar al hombro su destino cada vez que en la solidaridad y el trabajo forjó una amistad política de convivencia racial y social que marca nuestro estilo de vida. Los argentinos supimos “ser parte”, sentirnos “parte de”, supimos acercarnos y acompañarnos. Desde su capacidad de creatividad individual y colectiva, y desde su ímpetu de espontánea organización popular, nuestro pueblo ha conocido momentos fundantes de cambios civiles, políticos y sociales; logros culturales y científicos que nos sacaron del aislamiento y demostraron nuestros valores. Momentos que, en definitiva, nos dieron un sentido de identidad más allá de nuestra compleja composición étnica e histórica. Momentos en los que privó una conciencia de trabajo fraterno, a veces poco elaborado, pero siempre sentido y vivido hasta el heroísmo. Por eso el llamado es a dejar el estéril historicismo manipulado por intereses o ideologismos o por meros criticismos destructivos. La historia apuesta a la verdad superior, a rememorar lo que nos une y construye, a los logros más que a los fracasos. Y mirando al dolor y al fracaso, que nuestra memoria sea para apostar a la paz y al derecho... y si miramos a los odios y violencias fratricidas, que nuestra memoria nos oriente a que predomine el interés común. Los últimos años, tardía y cruelmente, nos han sacudido y la silenciosa voz de tantos muertos clama desde el cielo pidiendo no repetir los errores. Sólo eso dará sentido a sus trágicos destinos. Como a los discípulos caminantes y temerosos hoy se nos pide caer en la cuenta de que tanta cruz cargada no puede ser en vano.
El llamado a la memoria histórica también nos pide profundizar nuestros logros más profundos, aquellos que no aparecen en la mirada rápida y superficial. No otro fue el esfuerzo de estos últimos tiempos por afirmar el sistema democrático superando las divisiones políticas, que parecían un hiato social casi insalvable: hoy se busca respetar las reglas y se acepta el diálogo como vía de convivencia cívica. Dejar la nostalgia y el
pesimismo y, como los discípulos de Emaús, dar lugar a nuestra sed de encuentro: “Quédate con nosotros porque ya es tarde y el día se acaba”. El Evangelio nos marca el rumbo: sentarnos a la mesa y dejarnos convocar por el gesto profundo de Cristo. El pan bendecido se debe compartir. El mismo que es fruto del sacrificio y del trabajo, que es imagen de la vida eterna, pero que debe realizarse ya.
En efecto, hermanos, no es una mera invitación a compartir, no es sólo reconciliar opuestos y adversidades: sentarse a partir el pan del Resucitado es animarse a vivir de otra manera. Nos desafía ese pan hecho con lo mejor que podemos aportar, con la levadura que ya fue puesta en tantos momentos de dolor, de trabajo y de logros. El llamado evangélico de hoy nos pide refundar el vínculo social y político entre los argentinos. La sociedad política solamente perdura si se plantea como una vocación a satisfacer las necesidades humanas en común. Es el lugar del ciudadano. Ser ciudadano es sentirse citado, convocado a un bien, a una finalidad con sentido... y acudir a la cita. Si apostamos a una Argentina donde no estén todos sentados en la mesa, donde solamente unos pocos se benefician y el tejido social se destruye, donde las brechas se agrandan siendo que el sacrificio es de todos, entonces terminaremos siendo una sociedad camino al enfrentamiento.
Desde lo profundo de nuestra conciencia de pueblo solidario, este llamado a compartir el pan tiene su honda efervescencia. En la retaguardia de la superficialidad y del coyunturalismo inmediatista (flores que no dan fruto) existe un pueblo con memoria colectiva que no renuncia a caminar con la nobleza que lo caracteriza: los esfuerzos y emprendimientos comunitarios, el crecimiento de las iniciativas vecinales, el auge de tantos movimientos de ayuda mutua, están marcando la presencia de un signo de Dios en un torbellino de participación sin particularismos pocas veces visto en nuestro país. En la retaguardia hay un pueblo solidario, un pueblo dispuesto a levantarse una y otra vez. Un pueblo que no sólo acude a la necesidad de supervivencia, no sólo ignora las burocracias ineficientes, sino que quiere refundar el vínculo social; un pueblo que está llevando, casi sin saberlo, la virtud de ser socios en la búsqueda del bien común. Un pueblo que quiere conjurar la pobreza del vacío y la desesperanza. Un pueblo con memoria, memoria que no puede reducirse a un mero registro. Aquí está la grandeza de nuestro pueblo.
Advierto en nuestro pueblo argentino una fuerte conciencia de su dignidad. Es una conciencia que se ha ido moldeando en hitos significativos. Nuestro pueblo tiene alma, y porque podemos hablar del alma de un pueblo, podemos hablar de una hermenéutica, de una manera de ver la realidad, de una conciencia. Hoy, en medio de los conflictos, este pueblo nos enseña que no hay que hacerle caso a aquellos que pretenden destilar la realidad en ideas, que no nos sirven los intelectuales sin talento, ni los eticistas sin bondad, sino que hay que apelar a lo hondo de nuestra dignidad como pueblo, apelar a nuestra sabiduría, apelar a nuestras reservas culturales. Es una verdadera revolución, no contra un sistema, sino interior; una revolución de memoria y ternura: memoria de las grandes gestas fundantes, heroicas... y memoria de los gestos sencillos que hemos mamado en familia. Ser fieles a nuestra misión es cuidar este rescoldo del corazón, cuidarlo de las cenizas tramposas del olvido o de la presunción de creer que nuestra patria y nuestra familia no tienen historia o la han comenzado con nosotros. Rescoldo de memoria que condensa, como la brasa al fuego, los valores que nos hacen grandes: el modo de celebrar y defender la vida, de aceptar la muerte, de cuidar la fragilidad de nuestros hermanos más pobres, de abrir las manos solidariamente ante el dolor y la
pobreza, de hacer fiesta y de rezar; la ilusión de trabajar juntos y –de nuestras comunes pobrezas– amasar solidaridad.
Para que esta fuerza que todos llevamos dentro y que es vínculo y vida se manifieste, es necesario que todos, y especialmente quienes tenemos una alta cuota de poder político, económico o cualquier tipo de influencia, renunciemos a aquellos intereses o abusos de los mismos que pretendan ir más allá del común bien que nos reúne; es necesario que asumamos, con talante austero y con grandeza, la misión que se nos impone.
Nuestro pueblo, que sabe organizarse espontánea y naturalmente en la comunidad nacional protagonista de este nuevo vínculo social, pide un lugar de consulta, control y creativa participación en todos los ámbitos de la vida social que le incumben. Los dirigentes debemos acompañar esta vitalidad del nuevo vínculo. Potenciarlo y protegerlo puede llegar a ser nuestra principal misión. No resignemos nuestras ideas, utopías, propiedades ni derechos, sino renunciemos solamente a la pretensión de que sean únicos o absolutos. Todos estamos convidados a este encuentro, a realizar y compartir este fermento nuevo que –a la vez– es memoria revivificante de nuestra mejor historia de sacrificio solidario, de lucha libertaria y de integración social.
Aquel Mayo histórico, lleno de vaivenes e intereses en juego, supo congregar a todo el pueblo virreinal a una decisión común, iniciadora de otra historia. Quizás necesitemos sentir que la patria de todos es un nuevo Cabildo, una gran mesa de comunión donde, no ya la nostalgia desolada, sino el reconocimiento esperanzador, nos impulse a proclamar como los discípulos de Emaús: “¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Que arda nuestro corazón en deseos de vivir y crecer en este hogar propio sea la petición que acompañe esta acción de gracias al Padre y el compromiso de cumplir con su Palabra; convenciéndonos una vez más que el todo es superior a la parte, el tiempo superior al espacio, la realidad es superior a la idea y la unidad es superior al conflicto.
COMENZAR LA AVENTURA DE UNA NUEVA NACIÓN
Homilía en la Catedral de Buenos Aires el 25 de mayo de 2000
Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: “No llores”. Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: “Joven, yo te lo ordeno, levántate”. El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo”. El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.
Del Evangelio de san Lucas 7,11-17
Desde el llamado del Santo Padre a la celebración del Gran Jubileo, este año, para todo cristiano, ha quedado preñado de esperanza. En el 2000 no vivimos un convencional aniversario sino que celebramos la permanencia del mismo Cristo entre nosotros. Hacemos memoria de su gracia transformadora de la humanidad y también hacemos memoria de la resistencia de nuestra naturaleza. La primera, para agradecer y alabar; la segunda, para reconocer y pedir perdón. A todo esto lo llamamos conversión.
Como dice el Evangelio, “un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16b). Hay júbilo porque Dios está con nosotros y entre nosotros y, a pesar de la resistencia al amor que es el pecado, Él nos ofrece el gozo de sentirnos redimidos, de sentirnos llamados a amar de nuevo, como Él nos enseñó. Se nos invita a comenzar un tiempo nuevo: es el recomenzar de Cristo quien, a pesar de “conocer lo que hay en el interior del hombre”, sigue confiando en el don de la libertad, en la chispa de amor que el Espíritu infunde en nuestros corazones.
Estoy seguro de que el anhelo de todos los argentinos es poder llegar a este nuevo aniversario de Mayo con la misma esperanza jubilar que hoy alienta a millones en el mundo. Júbilo de Cristo encarnado en la fe y en el dolor de nuestro pueblo, esperanza de revivir aquellos aires heroicos que, más allá de los errores e intereses contradictorios, supieron conjugarse para comenzar la aventura de una nueva Nación. La esperanza ahonda el alma y la pacífica, pues, al abrir–magnánimos– el corazón, confiados en la promesa hecha, en la palabra dada, los hombres se liberan de las suspicacias y pesimismos de su razón inmediata e incluso del peso de ciertas evidencias. El que vive de lo que espera muestra la dignidad de ser imagen y semejanza del Padre. Su alegría se hace gratuita, no depende del éxito ni de los resultados más inmediatos.
Cimentada así la profunda alegría que perdura como paz, el júbilo es el que –en definitiva– construye los vínculos más allá de las diferencias y los condicionamientos. Los argentinos queremos renacer en la promesa de los mayores que comenzaron la patria, y para esto necesitamos imperiosamente de la esperanza que haga brotar la alegría, pues de ella surgirán los vínculos que derribarán miedos e inseguridades, distancias que hoy parecen insalvables. Esperanza para la alegría, alegría para el vínculo.
Para esta misma fecha, hace un año, destaqué la necesidad de refundar el vínculo social entre los argentinos, un vínculo esperanzador: Un vínculo que acerque la dolorosa brecha entre los que tienen más y los que tienen menos. Que acerque a los jóvenes que no encuentran su propio proyecto social. Un vínculo que nos reavive el amor a una niñez con frecuencia despreciada y empobrecida. Que nos alarme frente a cada persona que pierde su trabajo. Que nos haga solidarios e integradores para con los inmigrantes desposeídos y de buena voluntad, que llegan y deben seguir llegando. Un vínculo que nos haga especialmente cuidadosos de los ancianos que han desgastado su vida por nosotros y hoy merecen celebrar y recuperar sus puestos de sabios y maestros transmitiéndonos esperanza.
¡Refundar con esperanza nuestros vínculos sociales!: esto no es un frío postulado eticista y racionalista. No se trata de una nueva utopía irrealizable ni mucho menos de un pragmatismo desafectado y expoliador. Es la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir con justicia sus bienes, sus intereses, su vida social en
paz. Tampoco se trata solamente de una gestión administrativa o técnica, de un plan, sino que es la convicción constante que se expresa en gestos, en el acercamiento personal, en un sello distintivo, donde se exprese esta voluntad de cambiar nuestra manera de vincularnos amasando, en esperanza, una nueva cultura del encuentro, de la projimidad; donde el privilegio no sea ya un poder inexpugnable e irreductible, donde la explotación y el abuso no sean más una manera habitual de sobrevivir. En esta línea de fomentar un acercamiento, una cultura de esperanza que cree nuevos vínculos, los invito a ganar voluntades, a serenar y convencer.
Ya vimos en el Evangelio a nuestro Señor Jesucristo iniciando el vínculo esperanzado de un nuevo pueblo. La imagen de Jesús resucitando al hijo de la viuda es una imagen fuerte–con la fuerza del drama, no de la tragedia– y hay en ella muerte y vida resucitada. No se disfraza el dolor ni se atenúa la esperanza. La clave está en ese Jesús que se conmueve, que se acerca, que toca el dolor y la muerte y los convierte en vida nueva. No dejó que aquel luto del joven muerto aplastara la esperanza:
“No llores”, le dijo a la madre y tocó el dolor. A veces me pregunto si no marchamos, en ciertas circunstancias de la vida de nuestra sociedad, como en un triste cortejo, y si no insistimos en ponerle una lápida a nuestra búsqueda como si camináramos a un destino inexorable, enhebrado de imposibles; y nos conformamos con pequeñas ilusiones desprovistas de esperanza.
Debemos reconocer, con humildad, que el sistema ha caído en un amplio cono de sombra: la sombra de la desconfianza, y que algunas promesas y enunciados suenan a cortejo fúnebre: todos consuelan a los deudos pero nadie levanta al muerto.
¡Levántate! es el llamado de Cristo en su Jubileo. ¡Levántate Argentina!, como nos dijo en su última visita el Santo Padre, como lo soñaron y realizaron nuestros próceres fundadores. Pero hasta no reconocer nuestras dobles intenciones no habrá confianza ni paz. Hasta que no se efectivice nuestra conversión no tendremos alegría y gozo. Porque la ambición desmedida, ya sea de poder, de dinero o de popularidad, sólo expresa un gran vacío interior. Quienes están vacíos no trasmiten paz, gozo y esperanza sino sospecha. No crean vínculos.
¡Toca, Señor, a nuestra Argentina aún joven, no replegada sobre sí sino abierta a sus vecinos. Muéstranos tu gesto de amor que nos haga perder el miedo! Y, nosotros, animémosnos a tocar: a tocar al marginado del sistema, viendo en él a hombres y mujeres que son mucho más que votantes potenciales. En el marco de las Instituciones republicanas demos poder y apoyo a aquellas organizaciones comunitarias que estrechan las manos y hacen participar, que privilegian la intimidad, la fraternidad, la lealtad a los principios y objetivos como una nueva “productividad”. Así los jóvenes recuperarán horizontes concretos, descubrirán los futuros posibles dejando de lado enunciados vacíos, que ahondan las propias vaciedades.
Para esto hay que tocar al doliente, al que todos creen muerto. Hay que darle valor: “Joven, te lo mando, levántate”. Para esto, como Cristo, hay que atreverse a renunciar al poder que acapara y enceguece, y aceptar ejercer la autoridad que sirve y acompaña. Unos pocos tienen el poder de las finanzas y la técnica; otros ejercen el poder del Estado, pero sólo una comunidad activa, que se vuelve solidaria y trabaja mancomunada
puede, en su creativa diversidad, impulsar la barca del bien común, ser la custodia de la ley y la convivencia.
Como Cristo Redentor, que no tomó la gloria del joven revivido para sí, sino que lo devolvió a su ámbito, a su madre, así quienes detentamos alguna autoridad sirvamos a la comunidad. Cedamos el protagonismo a la comunidad, apoyando y sosteniendo a quienes se organizan en pos de sus fines. Así se quebrarán las barreras de la incomunicación que, paradójicamente, existe en este mundo supercomunicado. Así se acerca la cosa pública a sus verdaderos protagonistas, que ya no quieren hipotecar su suerte a sábanas de representantes desconocidos.
Creemos que estas iniciativas comunitarias son los signos esperanzadores de una alegría participativa. Aquí se gesta una verdadera revolución interior y –a la vez– transformación social que escapa a las macromanipulaciones de los sistemas y estructuras extraños al ser genuino del pueblo. Estas iniciativas brindan una inmejorable salida frente al suicidio social que provoca toda filosofía y técnica que expulsa la mano de obra, que margina la ternura del afecto familiar, que negocia los valores propios de la dignidad del hombre. Sólo hace falta la audaz y esperanzadora iniciativa de ceder terreno, de renunciar al protagonismo fútil; la iniciativa de dejar las luchas intestinas desgastantes, el plus de insaciabilidad de poder.
Podemos, sí podemos, no tenemos que dudar, podemos devolver una joven Argentina a nuestros mayores, a nuestros ancianos: esos hombres y mujeres que hoy, con tanta frecuencia, llegan al ocaso de su vida y no pueden tener júbilo porque han sido defraudados y se encuentran al borde del escepticismo. Con ellos tenemos una deuda, no sólo de justicia sino también de supervivencia para nuestros jóvenes, pues ellos son rescoldo de memoria. Ojalá nos animemos a devolverles una esperanzada Argentina, como el joven devuelto a su madre, para que ellos animen con su sonrisa de esperanza la vida de los jóvenes hoy entristecidos. Y entonces veremos que el que creíamos muerto se levantará, como leímos en el Evangelio, y comenzará a hablar. Entonces comprenderemos que “la esperanza no defrauda” (Rom 5,5).
BEBER EL CÁLIZ DEL SERVICIO
Homilía en la Catedral de Buenos Aires el 25 de mayo de 2001
Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos y se postró ante él para pedirle algo. “¿Qué quieres?”, le preguntó Jesús. Ella le dijo: “Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. “No saben lo que piden”, respondió Jesús. “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”. “Podemos”, le respondieron. “Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre.
Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera
ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”.
Del Evangelio de san Mateo 20,20-28
Queda claro que no es cosa novedosa ni comienza en nuestra época ese primer impulso ante quien tiene poder: el de obtener algún favor. Acabamos de escuchar en el Evangelio cómo la madre de Juan y de Santiago le pidió a Jesús que tuviera en cuenta a sus hijos. Lo que sí resulta novedoso es la respuesta del Señor: “No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”. ¿De qué cáliz se trata? El Señor habla del cáliz del servicio y de dar la vida hasta el punto de derramar la sangre por los que se ama. Y más novedoso aún resulta el cambio de actitud que logró el Señor en los apóstoles, pues verdaderamente cambiaron, no su ansia de grandeza sino el camino para encontrarla y pasaron de la veleidad de los pequeños acomodos al deseo grande del verdadero poder: el poder servir por amor. En este día de la patria, quiero detenerme en la enseñanza del Señor: “el que quiera ser grande que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del Hombre, que no vino para ser servido sino para servir...” (Mt 20,26-28).
Servicio, palabra venerada y manipulada a la vez; palabra que expresa una de las riquezas más originales del camino andado por la humanidad en Jesucristo, que no vino a ser servido sino a servir, que se abajó para lavarnos los pies... El servicio es la inclinación ante la necesidad del otro, a quien –al inclinarme– descubro, en su necesidad, como mi hermano. Es el rechazo de la indiferencia y del egoísmo utilitario. Es hacer por los otros y para los otros. Servicio, palabra que suscita el anhelo de un nuevo vínculo social dejándonos servir por el Señor, para que luego, a través de nuestras manos, su amor divino descienda y construya una nueva humanidad, un nuevo modo de vida. Servicio, palabra grabada a fuego en lo hondo del corazón de nuestro pueblo. De esa reserva espiritual heredada de nuestros abuelos brotan nuestra dignidad, nuestra capacidad de trabajo duro y solidario, nuestra serenidad aguantadora y esperanzada. Del servicio como valor central, surgen, si uno sabe remover en el rescoldo de nuestro corazón común (porque los pueblos tienen un corazón común) aquellas grandes actitudes que mantienen integrada a nuestra sociedad. Me pregunto si comprendemos hoy, mejor que aquellos incipientes discípulos, que se nos ha dado una maravillosa oportunidad, un don que sólo Dios puede dar: el de darnos y darnos por entero.
El servicio no es un mero compromiso ético, ni un voluntariado del ocio sobrante, ni un postulado utópico... Puesto que nuestra vida es un don, servir es ser fieles a lo que somos: se trata de esa íntima capacidad de dar lo que se es, de amar hasta el extremo de los propios límites... o, como nos enseñaba con su ejemplo la Madre Teresa, servir es “amar hasta que duela”. Las palabras del Evangelio no van dirigidas sólo al creyente y al practicante. Alcanzan a toda autoridad tanto eclesial como política, ya que sacan a la luz el verdadero sentido del poder. Se trata de una revolución basada en el nuevo vínculo social del servicio. El poder es servicio. El poder sólo tiene sentido si está al servicio del bien común. Para el gozo egoísta de la vida no es necesario tener mucho poder. A esta luz comprendemos que una sociedad auténticamente humana, y por tanto también política, no lo será desde el minimalismo que afirma “convivir para sobrevivir” ni tampoco desde un mero “consenso de intereses diversos” con fines economicistas. Aunque todo esté contemplado y tenga su lugar en la siempre ambigua realidad de los hombres, la sociedad será auténtica sólo desde lo alto... desde lo mejor de sí, desde la
entrega desinteresada de los unos por los otros. Cuando emprendemos el camino del servicio renace en nosotros la confianza, se enciende el deseo de heroísmo, se descubre la propia grandeza.
Teniendo en cuenta esta realidad resulta obvio que dormirse en los contubernios de poder, empeñarse en negar las necesidades, no enfrentar las contradicciones, acentuar los odios internos, no hace sino prolongar una agonía de mediocridades. Y aunque, admitiendo las dificultades que se nos imponen desde fuera más allá de nuestra voluntad, siempre seremos nosotros los últimos responsables de nuestro propio sometimiento y postergación. Mientras algunos pretenden sacar rédito acentuando las divisiones y desviando el foco de atención de los grandes desafíos, una vez más desde las reservas más profundas de nuestro pueblo surge la valoración intuitiva del llamado evangélico que hoy hemos escuchado: ¡beber el cáliz del servicio! Nuestro pueblo lo bebe diariamente en el servicio de millones de personas que silenciosamente ponen el cuerpo al trabajo o a la búsqueda de él y no a la especulación, en el servicio de los que sostienen la convivencia y solidaridad callada y no los absurdos fantasmas de xenofobia propios de minorías ideológicas agitadoras de conflictos, en el servicio de los que – sufriendo la globalización de la pobreza– no han dejado de igualarse en la solidaridad de organizaciones comunitarias y manifestaciones culturales, espontáneas y creativas. Todos estos, mujeres y hombres de nuestro pueblo, que rechazan la desesperanza y se rebelan contra aquellas mediocridades, quieren decirle no a la anomia, no al sinsentido y a la superficialidad fraudesca (cuando no farandulera) que alienta el consumismo. Y no, en fin, a quienes necesitan un pueblo pesimista y agobiado de malas noticias para obtener beneficios de su dolor.
Desde la disposición al servicio, sacudidos por la miseria y desprotección, desgarrados por la violencia y las drogas, bombardeados por la presión del escapismo de todo tipo y forma, queremos renacer de nuestras propias contradicciones. Aceptamos el cáliz doloroso y sacamos nuestras mejores reservas como pueblo con poca prensa y menos propaganda. En cada esfuerzo solidario individual y comunitario de una extensa red de organizaciones sociales, en cada investigador y estudioso que apuesta a la búsqueda de la verdad (aunque otros relativicen o callen), en cada docente y maestro que sobrevive a la adversidad, en cada productor que sigue apostando al trabajo, en cada joven que estudia, trabaja y brinda su compromiso formando una familia nueva. En los más pobres y en todos los que trabajan o fatigosamente buscan trabajo, que no se dejan arrastrar por la marginación destructiva ni por la tentación de la violencia organizada sino que, silenciosamente y con la entrega que sólo concede la fe, siguen amando a su tierra. Ellos han probado un cáliz que, en la entrega y el servicio, se ha hecho bálsamo y esperanza. En ellos se manifiesta la gran reserva cultural y moral de nuestro pueblo. Ellos son los que escuchan la palabra, los que se ahorran los aplausos rituales, los que de verdad se hacen eco y comprenden que no se habla para otros.
En este día patrio quisiera que nos planteáramos la pregunta: ¿estamos dispuestos a beber el cáliz de los cristos silenciosos de nuestro pueblo? ¿Beber de la copa de los sinsabores y dolores de nuestros límites y miserias como nación pero –a la vez– reconocer allí mismo el vino alegre del conformarnos al modo de ser del pueblo al que pertenecemos? ¿Animarnos a servir sin simulaciones ni mediocridades para sentirnos dignos y satisfechos de ser lo que somos?
Se nos invita a beber del cáliz del trabajo duro y solidario que, desde el principio, conoció el hombre de nuestra tierra. Trabajo que mestizó, a pesar de muchos desencuentros, a aborígenes y españoles. Trabajo que costó sangre para la independencia, que forjó la admiración del mundo en la dedicación de educadores, investigadores y científicos. Trabajo que despertó la conciencia social de millones de postergados, como avanzada en el continente, y que también probaron, y prueban, nuestras artes y letras cuando cantan nuestra a veces tímida alegría de ser argentinos. El cáliz del trabajo solidario en el servicio es la respuesta más genuina a la incertidumbre de un país lleno de potencialidades que no se realizan o se postergan una y otra vez, indefinidamente, deteniendo su derrotero de grandeza. Es la respuesta a la incertidumbre de un país dañado por los privilegios, por los que utilizan el poder en su provecho a cuenta de la legitimidad representativa, por quienes exigen sacrificios incalculables, escondidos en sus burbujas de abundancia, mientras evaden su responsabilidad social y lavan las riquezas que el esfuerzo de todos producen; por los que dicen escuchar y no escuchan, por los que aplauden ritualmente sin hacerse eco, por los que creen que se habla para otros. Las reglas de juego de la realidad global de estos tiempos son un cáliz amargo, pero esto debe redoblar la entrega y el esfuerzo ético de una dirigencia que no tiene derecho a exigir más a los de abajo si el sacrificio no baja desde arriba: “... el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes”. Servir a imponiéndose al Servirse de.
No menos que el trabajo solidario como servicio hoy también es primordial sacar, del rescoldo de la amargura, la brasa cálida de la serenidad esperanzada. En efecto, desde lo profundo de nuestras reservas, en las vivencias de fe comunitaria de nuestra historia y sin dejar de verse afectada por nuestras miserias, deben volver a nuestra memoria tantas formas culturales de religiosidad y arte, de organizaciones comunitarias y de logros individuales o grupales. Porque en el rescate de nuestras reservas, de nuestro buen ser heredado, está la piedra de arranque del futuro.
Así como no podemos prometer amor hacia adelante sin haberlo recibido, no podemos tampoco sentirnos confiados en ser argentinos si no rescatamos los bienes del pasado. Y esto sin resentimientos estériles, sin revisionismos simplistas, sin escrutar pequeñeces perdiendo de vista las grandezas que ayudan a construir los valores referenciales que necesita toda sociedad. No olvidemos que cuando una sociedad se complace en burlarse de su intimidad y permite que se banalice su capacidad creativa, entonces se opaca y la posibilidad de ser libres se desgasta por una superficialidad que ahoga. Y cuando dichas actitudes son propuestas a una comunidad cuyas necesidades básicas están seriamente agredidas, surgen entonces las lógicas reacciones de violencia, adicciones y la marginalidad cultural y social.
Rescatar nuestra memoria significa, por el contrario, contemplar los brotes de un alma que se resiste a su opresión. En nuestro pueblo existen manifestaciones populares artísticas donde anida el sentimiento y la humanización; hay una vuelta a la fe y a la búsqueda espiritual ante el fracaso del materialismo, el cientificismo y las ideologías; las organizaciones espontáneas de la comunidad son formas vigentes de socialización y búsqueda del bien común. Estas propuestas populares, emergentes de nuestra reserva cultural, trascienden los sectarismos, los partidismos y los intereses mezquinos. Ahora también, como en la Argentina de ayer y de siempre, se vislumbran objetivos comunes que solidarizan a aborígenes y españoles, a criollos e inmigrantes, y a todos los credos, en pos del bien común.
A esto llamamos serenidad porque construye con el bien solidario y la alegría creativa, esperanzadora; porque apunta más allá de los intereses y los logros; es el despunte del amor como vínculo social privilegiado, que se gusta por sí mismo. Serenidad que nos aleja de la violencia institucionalizada y es el antídoto contra la violencia desorganizada o promovida. Y será esa misma serenidad la que nos animará a defender unánimes nuestros derechos, sobre todo los más urgentes: el derecho a la vida, el derecho a recibir educación y atención de salud (que ninguna política puede postergar) y la irrenunciable responsabilidad de fortalecer a los ancianos, ayudar a promover a la familia (sin la cual no hay humanización ni ley) y a los niños, hoy alevosamente postergados y despreciados.
En este día de la patria, el Señor nos convoca a dejar todo servilismo para entrar en el territorio de la servicialidad, ese espacio que se extiende hasta donde llega nuestra preocupación por el bien común y que es la patria verdadera. Fuera del espacio de la servicialidad no hay patria sino una tierra devastada por luchas de intereses sin rostro.
En este día de la patria, el Señor nos anima a no tener miedo de beber el cáliz del servicio. Si el servicio nos iguala, desalojando falsas superioridades, si el servicio achica distancias egoístas y nos aproxima –nos hace prójimos– no tengamos miedo: el servicio nos dignifica, devolviéndonos esa dignidad que clama por su lugar, por su estatura y sus necesidades.
En este día de la patria nuestro pueblo nos reclama y nos pide que no nos cansemos de servir, que sólo así ese nuevo vínculo social que anhelamos, será una realidad. Ya hemos probado hasta el hartazgo cómo se desgasta nuestra convivencia por el abuso opresor de algún sector sobre otro, con los internismos que dan la espalda a los grandes problemas, con equívocas lealtades, con los enfrentamientos sectoriales o ideológicos más o menos violentos. Estas dialécticas del enfrentamiento llevan a la disolución nacional, anulan el encuentro y la projimidad. El servicio nos invita a converger, a madurar, a crear –en definitiva– una nueva dinámica social: la de la comunión en las diferencias cuyo fruto es la serenidad en la justicia y la paz. Plural comunión de todos los talentos y todos los esfuerzos sin importar su origen. Comunión de todos los que se animan a mirar a los demás en su dignidad más profunda.
Ésta es la propuesta evangélica que hoy planteamos en la conmemoración de la fecha que es memoria viva de nuestras más hondas reservas morales como pueblo; propuesta que será, si la asumimos, el mejor homenaje a nuestros próceres y a nosotros mismos.
LA GRANDEZA DE DAR Y DARNOS
Homilía en la Catedral de Buenos Aires el 25 de mayo de 2002
Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, era jefe de los publicanos. Él quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a un sicómoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí. Al llegar a ese lugar, Jesús
miró hacia arriba y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: “Se ha ido a alojar en casa de un pecador”. Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: “Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más”. Y Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
Del Evangelio de san Lucas 19,1-10
Quizás como pocas veces en nuestra historia, esta sociedad malherida aguarda una nueva llegada del Señor. Aguarda la entrada sanadora y reconciliante de Aquél que es Camino, Verdad y Vida. Tenemos razones para esperar. No olvidamos que su paso y su presencia salvífica han sido una constante en nuestra historia. Descubrimos la maravillosa huella de su obra creadora en una naturaleza de riqueza incomparable. La generosidad divina también se ha reflejado en el testimonio de vida de entrega y sacrificio de nuestros padres y próceres, del mismo modo que en millones de rostros humildes y creyentes, hermanos nuestros, protagonistas anónimos del trabajo y las luchas heroicas, encarnación de la silenciosa epopeya del Espíritu que funda pueblos.
Sin embargo, vivimos muy lejos de la gratitud que merecería tanto don recibido. ¿Qué impide ver esta llegada del Señor? ¿Qué torna imposible el “gustar y ver qué bueno es el Señor” (Sal 34,9) ante tanta prodigalidad en la tierra y en los hombres? ¿Qué traba las posibilidades de aprovechar en nuestra nación, el encuentro pleno entre el Señor, sus dones, y nosotros? Como en la Jerusalén de entonces, cuando Jesús atravesaba la ciudad y aquel hombre llamado Zaqueo no lograba verlo entre tanta muchedumbre, algo nos impide ver y sentir su presencia. En la escena evangélica se nos da la clave en términos de altura y de abajamiento. De altura, porque Zaqueo se deja ganar el corazón por el deseo de ver a Jesús y, como era pequeño de estatura, se adelanta y trepa a un sicómoro. Ningún talento, ninguna riqueza puede reemplazar una chatura moral o –en todo caso, si el problema no es moral– no hay salida para una mirada baja, sin esperanza, resignada a sus límites, carente de creatividad.
En esta tierra bendita, nuestras culpas parecen haber achatado nuestras miradas. Un triste pacto interior se ha fraguado en el corazón de muchos de los destinados a defender nuestros intereses, con consecuencias estremecedoras: la culpa de sus trampas acucia con su herida y, en vez de pedir la cura, persisten y se refugian en la acumulación de poder, en el reforzamiento de los hilos de una telaraña que impide ver la realidad cada vez más dolorosa. Así el sufrimiento ajeno y la destrucción que provocan tales juegos de los adictos al poder y a las riquezas resultan, para ellos mismos, apenas piezas de un tablero, números, estadísticas y variables de una oficina de planeamiento. A medida que tal destrucción crece, se buscan argumentos para justificar y demandar más sacrificios escudándose en la repetida frase “no queda otra salida”, pretexto que sirve para narcotizar sus conciencias. Tal chatura espiritual y ética no sobreviviría sin el refuerzo de aquellos que padecen otra vieja enfermedad del corazón: la incapacidad de sentir culpa. Los ambiciosos escaladores, que tras sus diplomas internacionales y su lenguaje técnico, por lo demás tan fácilmente intercambiable, disfrazan sus saberes precarios y su casi inexistente humanidad.
Como a Zaqueo puede hacérsenos consciente nuestra dificultad para vivir con altura espiritual: sentir el peso del tiempo malgastado, de las oportunidades perdidas, y surgirnos dentro un rechazo a esa impotencia de llevar adelante nuestro destino, encerrados en nuestras propias contradicciones. Ciertamente, es habitual que, frente a la impotencia y los límites, nos inclinemos a la fácil respuesta de delegar en otros toda la representatividad e interés por nosotros mismos. Como si el bien común fuera una ciencia ajena, como si la política –a su vez– no fuera una alta y delicada forma de ejercer la justicia y la caridad. Cortedad de miras para ver el paso de Dios entre nosotros, para sentirnos gratificados y dignos de tantos dones, y no tener escrúpulos en hacerlos valer sin renunciar a nuestra histórica vocación de apertura no invasiva a otros pueblos hermanos.
Como nosotros también Zaqueo sufría esa cortedad de miras. Sin embargo sucede el milagro: el personaje evangélico se eleva sobre su mediocridad y encuentra la altura donde subirse. Porque del dolor y de los límites propios es de donde mejor se aprende a crecer y de nuestros mismos males es desde donde nos surge una honda pregunta:
¿Hemos vivido suficiente dolor para decidirnos a romper viejos esquemas, renunciar a actitudes necias tan arraigadas y dar rienda suelta a nuestras verdaderas potencialidades? ¿No estamos ante la oportunidad histórica de revisar antiguos y arraigados males que nunca terminamos de plantear, y trabajar juntos? ¿Hace falta que más sangre corra al río, para que nuestro orgullo herido y fracasado reconozca su derrota?
Zaqueo no optó por la resignación frente a sus dificultades, no cedió su oportunidad a la impotencia, se adelantó, buscó la altura desde donde ver mejor, y se dejó mirar por el Señor. Sí, dejarse mirar por el Señor, dejarse impactar por el dolor propio y el de los demás; dejar que el fracaso y la pobreza nos quiten los prejuicios, los ideologismos, las modas que insensibilizan, y que –de ese modo– podamos sentir el llamado: “Zaqueo baja pronto”. Esta es la segunda clave de este pasaje evangélico: Zaqueo responde a un Jesús que lo llama a abajarse. Bajarse de sus autosuficiencias, bajarse del personaje inventado por su riqueza, bajarse de la trampa montada sobre sus pobres complejos. En efecto, ninguna altura espiritual, ningún proyecto de grandes esperanzas, puede hacerse real si no se construye y se sostiene desde abajo: desde el abajamiento de los propios intereses, desde el abajamiento al trabajo paciente y cotidiano que aniquila toda soberbia.
Hoy como nunca, cuando el peligro de la disolución nacional está a nuestras puertas, no podemos permitir que nos arrastre la inercia, que nos esterilicen nuestras impotencias o que nos amedrenten las amenazas. Tratemos de ubicarnos allí donde mejor podamos enfrentar la mirada de Dios en nuestras conciencias, hermanarnos cara a cara, reconociendo nuestros límites y nuestras posibilidades. No retornemos a la soberbia de la división centenaria entre los intereses centralistas, que viven de la especulación monetaria y financiera, como antes del puerto, y la necesidad imperiosa del estímulo y promoción de un interior condenado ahora a la “curiosidad turística”. Que tampoco nos empuje la soberbia del internismo faccioso, el más cruel de los deportes nacionales, en el cual, en vez de enriquecernos con la confrontación de las diferencias, la regla de oro consiste en destruir implacablemente hasta lo mejor de las propuestas y logros de los oponentes. Que no nos corten caminos las calculadoras intransigencias (en nombre de coherencias que no son tales). Que no sigamos revolcándonos en el triste espectáculo de
quienes ya no saben cómo mentir y contradecirse para mantener sus privilegios, su rapacidad y sus cuotas de ganancia mal habidas, mientras perdemos nuestras oportunidades históricas, y nos encerramos en un callejón sin salida. Como
Zaqueo hay que animarse a sentir el llamado a bajar: bajar al trabajo paciente y constante, sin pretensiones posesivas sino con la urgencia de la solidaridad.
Hemos vivido mucho de ficciones, creyendo estar en los primeros mundos, nos atrajo “el becerro de oro” de la estabilidad consumista y viajera de algunos, a costa del empobrecimiento de millones. Cuando oscuras complicidades de dentro y fuera, se convierten en coartadas de actitudes irresponsables que no vacilan en llevar las cosas al límite sin reparar en daños: negocios sospechosos, lavados que eluden obligaciones, compromisos sectoriales y partidarios que impiden una acción soberana, operativos de desinformación que confunden, desestabilizan y presionan hacia el caos; cuando sucede esto de poco nos sirve la tentación ilusoria de exigir chivos expiatorios en aras del supuesto surgimiento de una clase mejor, pura y mágica... Sería subirse a otra ilusión. Debemos reconocer con dolor que, entre los propios y los opuestos hay muchos Zaqueos, con distintos títulos y funciones; Zaqueos que intercambian papeles en un escenario de avaricia casi autoritaria, a veces con disfraces legítimos.
Lo mejor es dejar que el Zaqueo que hay dentro de cada uno de nosotros se deje mirar por el Señor, y acepte la invitación a bajar. Este llamado del Evangelio es memoria y camino de esperanza. Aquel que busca y se deja alcanzar por lo sublime da lugar a una alegría nueva, a una posibilidad de redención. Y Zaqueo se redime, accede alegre a la invitación del único que nos puede reconciliar, Dios mismo. Accede a sentarse a la mesa de todos, a la de la amistad social. Nadie le pidió a aquel publicano que fuera lo que no podía ser, sino que simplemente se bajara del árbol. Se le pide que se avenga a la ley de ser uno más, de ser hermano y compatriota, que cumpla la ley.
Esto hay que lograr: hacer cumplir la ley, que nuestro sistema funcione, que el banquete al que se nos convoca en el Evangelio sea ese lugar de encuentro y convivencia, de trabajo y celebración que queremos, y no “un café al paso” para los intereses “golondrina” del mundo; esos que llegan, extraen y parten. La ley es la condición infranqueable de la justicia, de la solidaridad y de la política, y ella nos cuida, al bajar del árbol, de no caer en la tentación de la violencia, del caos, del revanchismo. Asumamos el dolor de tanta sangre vertida inútilmente en nuestra historia. Abramos los ojos a tiempo: una sorda guerra se está librando en nuestras calles, la peor de todas, la de los enemigos que conviven y no se ven entre sí, pues sus intereses se entrecruzan manejados por sórdidas organizaciones delincuenciales y sólo Dios sabe qué más, aprovechando el desamparo social, la decadencia de la autoridad, el vacío legal y la impunidad.
No es el momento de tener miedo y vergüenza de nosotros mismos, todos somos un poco Zaqueo, y todos tenemos enormes talentos y valores. Miramos con nostalgia las riquezas naturales, la brillantez de tantos compatriotas dispersos, la silenciosa e increíble resistencia de un pueblo humilde que defiende sus reservas y se niega a ceder su fe y sus convicciones, que lucha contra el desgaste. Ahora o nunca, busquemos la refundación de nuestro vínculo social, como tantas veces lo reclamamos con toda la sociedad y, como este publicano arrepentido y feliz, demos rienda suelta a nuestra grandeza: la grandeza de dar y darnos. La gran exigencia es la renuncia a querer tener
toda la razón; a mantener los privilegios; a la vida y la renta fácil... a seguir siendo necios, enanos en el espíritu. Como en el llamado evangélico, en numerosas oportunidades nos hemos dejado visitar por Dios. Allí lo grande y sublime ha surgido de nosotros. Hay en toda la sociedad un anhelo ya propuesto, insoslayable, de participar y controlar su propia representación, como aquel día que hoy rememoramos en que la comuna se constituyó en Cabildo.
Además del subirse para ver a Jesús y abajarse luego para seguir su invitación hay una tercera clave en el texto evangélico: el dar, el darse reparando el mal cometido. Zaqueo se anima a devolver lo mal habido y a compartir. Como el Zaqueo convertido, este pueblo, siente el deseo de “dar la mitad” y “devolver el cuádruplo”. Quiere rescatar del fondo de su alma el trabajo y la solidaridad generosa, la lucha igualitaria y la conquista social, la creatividad y la celebración. Sabemos bien que este pueblo podrá aceptar humillaciones, pero no la mentira de ser juzgado culpable por no reconocer la exclusión de veinte millones de hermanos con hambre y con la dignidad pisoteada. Si Zaqueo, antes de dejarse mirar por Jesús, ideaba la forma de que sus deudores se hundieran cada vez más, no podía entonces reclamar supuestas obligaciones éticas ni castigos ejemplares. Una vez convertido debe reconocer su estafa usurera, y devolver lo que robó. Contemplemos el final de la historia: un Zaqueo avenido a la ley, viviendo sin complejos ni disfraces junto a sus hermanos, sentado junto al Señor, deja fluir confiado y perseverante sus iniciativas, capaz de escuchar y dialogar, y sobre todo de ceder y compartir con alegría de ser.
La historia nos dice que muchos pueblos se levantaron de sus ruinas y abandonaron sus ruindades como Zaqueo. Hay que dar lugar al tiempo y a la constancia organizativa y creadora, apelar menos al reclamo estéril, a las ilusiones y promesas, y dedicarnos a la acción firme y perseverante. Por este camino florece la esperanza, esa esperanza que no defrauda porque es regalo de Dios al corazón de nuestro pueblo. Hoy, más que nunca, nos convoca la esperanza. Ella nos inspira y da fuerzas para levantarnos y dejarnos mirar por Dios, abajarnos en la humildad del servicio, y dar dándonos a nosotros mismos. Por momentos soñamos una convocatoria, la esperamos mágica y encantadoramente. El camino es más sencillo: sólo debemos volver al Evangelio, dejarnos mirar como Zaqueo, escuchar el llamado a la tarea común, no disfrazar nuestros límites sino aceptar la alegría de compartir, antes que la inquietud del acaparar. Y entonces sí que escucharemos, dirigida a nuestra patria, la palabra del Señor: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa... porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).
PONERSE LA PATRIA AL HOMBRO, LOS TIEMPOS SE ACORTAN...
Homilía en la Catedral de Buenos Aires el 25 de mayo de 2003
Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida Eterna?”. Jesús le preguntó a su vez: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”. Él le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”.
“Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida”.
Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”. Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: «Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver». ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?”. “El que tuvo compasión de él”, le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: “Ve, y procede tú de la misma manera”.
Del Evangelio de San Lucas 10,25-37
El tiempo pascual es un llamado a renacer de lo alto. Al mismo tiempo es un desafío a hacer un profundo replanteo, a resignificar toda nuestra vida –como personas y como Nación– desde el gozo de Cristo resucitado para permitir que brote, en la fragilidad misma de nuestra carne, la esperanza de vivir como una verdadera comunidad. Desde este misterio de alegría íntima y compartida, sentimos resurgir un sol de Mayo al que los argentinos, como siempre, deseamos ver como un recuerdo que es destello de resurrección. Es el esperanzado llamado de Jesucristo a que resurja nuestra vocación de ciudadanos constructores de un nuevo vínculo social. Llamado nuevo, que está escrito, sin embargo, desde siempre como ley fundamental de nuestro ser: que la sociedad se encamine a la prosecución del Bien Común y, a partir de esta finalidad, reconstruya una y otra vez su orden político y social.
La parábola del Buen Samaritano es un ícono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que debemos tomar para reconstruir esta patria que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el Buen Samaritano. Toda otra opción termina o bien del lado de los salteadores o bien del lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del herido del camino. Y “la patria no ha de ser para nosotros –como decía un poeta nuestro– sino un dolor que se lleva en el costado”. La parábola del Buen Samaritano nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que sienten y obran como verdaderos socios (en el sentido antiguo de conciudadanos). Hombres y mujeres que hacen propia y acompañan la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se aproximan –se hacen prójimos– y levantan y rehabilitan al caído, para que el Bien sea Común. Al mismo tiempo la parábola nos advierte sobre ciertas actitudes que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana.
Desde el comienzo de la vida de la Iglesia, y especialmente por los Padres capadocios, el Buen Samaritano fue identificado con el mismo Cristo. Él es el que se hace nuestro prójimo, el que levanta de los márgenes de la vida al ser humano, el que lo pone sobre sus hombros, se hace cargo de su dolor y abandono y lo rehabilita. El relato del Buen
Samaritano, digámoslo claramente, no desliza una enseñanza de ideales abstractos, ni se circunscribe a la funcionalidad de una moraleja ético–social. Sino que es la Palabra viva del Dios que se abaja y se aproxima hasta tocar nuestra fragilidad más cotidiana. Esa Palabra nos revela una característica esencial del hombre, tantas veces olvidada: que hemos sido hechos para la plenitud de ser; por tanto no podemos vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede a un costado de la vida, marginado de su dignidad. Esto nos debe indignar. Esto debe hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el dolor humano, el de nuestro prójimo, el de nuestro vecino, el de nuestro socio en esta comunidad de argentinos. En esa entrega encontraremos nuestra vocación existencial, nos haremos dignos de este suelo, que nunca tuvo vocación de marginar a nadie.
El relato se nos presenta con la linealidad de una narración sencilla, pero tiene toda la dinámica de esa lucha interna que se da en la elaboración de nuestra identidad, en toda existencia lanzada al camino de hacer patria. Me explico: puestos en camino nos chocamos, indefectiblemente, con el hombre herido. Hoy y cada vez más ese herido es mayoría. En la humanidad y en nuestra patria. La inclusión o la exclusión del herido al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Todos enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo. Y si extendemos la mirada a la totalidad de nuestra historia y a lo ancho y largo de la patria, todos somos o hemos sido como estos personajes: todos tenemos algo de herido, algo de salteador, algo de los que pasan de largo y algo del Buen Samaritano. Es notable cómo las diferencias de los personajes del relato quedan totalmente transformadas al confrontarse con la dolorosa manifestación del caído, del humillado. Ya no hay distinción entre habitante de Judea y habitante de Samaría, no hay sacerdote ni comerciante; simplemente están dos tipos de hombre: los que se hacen cargo del dolor y los que pasan de largo, los que se inclinan reconociéndose en el caído, y los que distraen su mirada y aceleran el paso. En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y disfraces se caen: es la hora de la verdad. ¿Nos inclinaremos para tocar nuestras heridas? ¿Nos inclinaremos a cargarnos al hombro unos a otros? Este es el desafío de la hora presente, al que no hemos de tenerle miedo. En los momentos de crisis la opción se vuelve acuciante: podríamos decir que en este momento, todo el que no es salteador o todo el que no pasa de largo, o bien está herido o está poniendo sobre sus hombros a algún herido.
La historia del Buen Samaritano se repite: se torna cada vez más visible que nuestra desidia social y política está logrando hacer de esta tierra un camino desolado, en el que las disputas internas y los saqueos de oportunidades nos van dejando a todos marginados, tirados a un costado del camino. En su parábola, el Señor no plantea vías alternativas, ¿qué hubiera sido de aquel malherido o del que lo ayudó, si la ira o la sed de venganza hubieran ganado espacio en sus corazones? Jesucristo confía en lo mejor del espíritu humano y con la parábola lo alienta a que se adhiera al amor de Dios, reintegre al dolido y construya una sociedad digna de tal nombre.
La parábola comienza con los salteadores. El punto de partida que elige el Señor es un asalto ya consumado. Pero no hace que nos detengamos a lamentar el hecho, no dirige nuestra mirada hacia los salteadores. Los conocemos. Hemos visto avanzar en nuestra patria las densas sombras del abandono, de la violencia utilizada para mezquinos intereses de poder y división, también existe la ambición de la función pública buscada como botín. La pregunta ante los salteadores podría ser: ¿Haremos de nuestra vida
nacional un relato que se queda en esta parte de la parábola? ¿Dejaremos tirado al herido para correr cada uno a guarecerse de la violencia o a perseguir a los ladrones? ¿Será siempre el herido la justificación de nuestras divisiones irreconciliables, de nuestras indiferencias crueles, de nuestros enfrentamientos internos? La poética profecía del Martín Fierro debe prevenirnos: nuestros eternos y estériles odios e individualismos abren las puertas a los que nos devoran de afuera.
El pueblo de nuestra Nación demuestra, una y otra vez, la clara voluntad de responder a su vocación de ser buenos samaritanos unos con otros: ha confiado nuevamente en nuestro sistema democrático a pesar de sus debilidades y carencias, y vemos cómo se redoblan los esfuerzos solidarios para volver a tejer una sociedad que se fractura. Nuestro pueblo responde con silencio de Cruz a las propuestas disolutorias y soporta hasta el límite la violencia descontrolada de quienes están presos del caos delincuencial.
La parábola nos hace poner la mirada, redobladamente, en los que pasan de largo. Esta peligrosa indiferencia de pasar de largo, inocente o no, producto del desprecio o de una triste distracción, hace de los personajes del sacerdote y del levita un no menos triste reflejo de esa distancia cercenadora, que muchos se ven tentados a poner frente a la realidad y a la voluntad de ser Nación. Hay muchas maneras de pasar de largo que se complementan: un ensimismarse, desentenderse de los demás, ser indiferente; otra: un solo mirar hacia afuera. Respecto a esta última manera de pasar de largo, en algunos es acendrado el vivir con la mirada puesta hacia fuera de nuestra realidad, anhelando siempre las características de otras sociedades, no para integrarlas a nuestros elementos culturales, sino para reemplazarlos. Como si un proyecto de país impostado intentara forzar su lugar empujando al otro; en ese sentido podemos leer hoy experiencias históricas de rechazo al esfuerzo de ganar espacios y recursos, de crecer con identidad, prefiriendo el ventajismo del contrabando, la especulación meramente financiera y la expoliación de nuestra naturaleza y –peor aun– de nuestro pueblo.
Aun intelectualmente, persiste la incapacidad de aceptar características y procesos propios, como lo han hecho tantos pueblos, insistiendo en un menosprecio de la propia identidad. Sería ingenuo no ver algo más que ideologías o refinamientos cosmopolitas detrás de estas tendencias; más bien afloran intereses de poder que se benefician de la permanente conflictividad en el seno de nuestro pueblo.
Inclinación similar se ve en quienes, aparentemente por ideas contrarias, se entregan al juego mezquino de las descalificaciones, los enfrentamientos hasta lo violento, o a la ya conocida esterilidad de muchas intelectualidades para las que “nada es salvable si no es como lo pienso yo”. Lo que debe ser un normal ejercicio de debate o autocrítica, que sabe dejar a buen recaudo el ideario y las metas comunes, aquí parece ser manipulado hacia el permanente estado de cuestionamiento y confrontación de los principios más fundamentales. ¿Es incapacidad de ceder en beneficio de un proyecto mínimo común o la irrefrenable compulsión de quienes sólo se alían para satisfacer su ambición de poder?
Tácitamente los salteadores del camino han conseguido como aliados a los que pasan por el camino mirando a otro lado. Se cierra el círculo entre los que usan y engañan a nuestra sociedad para esquilmarla, y los que supuestamente mantienen la pureza en su función crítica, pero viven de este sistema y de nuestros recursos para disfrutarlos afuera o mantienen la posibilidad del caos para ganar su propio terreno.
No debemos llamarnos a engaño, la impunidad del delito, del uso de las instituciones de la comunidad para el provecho personal o corporativo y otros males que no logramos desterrar, tienen como contracara la permanente desinformación y descalificación de todo, la constante siembra de sospecha que hace cundir la desconfianza y la perplejidad. El engaño del “todo está mal” es respondido con un “nadie puede arreglarlo”. Y, de esta manera, se nutre el desencanto y la desesperanza. Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto: la dictadura invisible de los verdaderos intereses, esos intereses ocultos que se adueñaron de los recursos y de nuestra capacidad de opinar y pensar.
Todos, desde nuestras responsabilidades, debemos ponernos la patria al hombro, porque los tiempos se acortan. La posible disolución la advertimos en otras oportunidades, en esta misma fecha patria. Sin embargo muchos seguían su camino de ambición y superficialidad, sin mirar a los que caían al costado: esto sigue amenazándonos.
Miremos finalmente al herido. Los ciudadanos nos sentimos como él, malheridos y tirados al costado del camino. Nos sentimos también desamparados de nuestras instituciones desarmadas y desprovistas, ayunos de la capacidad y la formación que el amor a la patria exigen.
Todos los días hemos de comenzar una nueva etapa, un nuevo punto de partida. No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan: esto sería infantil, sino más bien hemos de ser parte activa en la rehabilitación y el auxilio del país herido. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia religiosa, filial y fraterna para sentirnos beneficiados con el don de la patria, con el don de nuestro pueblo, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. Como el viajero ocasional de nuestra historia, sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser Nación, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído. Aunque se automarginen los violentos, los que sólo se ambicionan a sí mismos, los difusores de la confusión y la mentira. Y que otros sigan pensando en lo político para sus juegos de poder, nosotros pongámonos al servicio de lo mejor posible para todos. Comenzar de abajo y de a uno, pugnar por lo más concreto y local, hasta el último rincón de la patria, con el mismo cuidado que el viajero de Samaría tuvo por cada llaga del herido. No confiemos en los repetidos discursos y en los supuestos informes acerca de la realidad. Hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está el Resucitado. Donde había una piedra y un sepulcro, estaba la vida esperando. Donde había una tierra desolada nuestros padres aborígenes y luego los demás que poblaron nuestra patria, hicieron brotar trabajo y heroísmo, organización y protección social.
Las dificultades que aparecen enormes son la oportunidad para crecer, y no la excusa para la tristeza inerte que favorece el sometimiento. Renunciemos a la mezquindad y el resentimiento de los internismos estériles, de los enfrentamientos sin fin. Dejemos de ocultar el dolor de las pérdidas y hagámonos cargo de nuestros crímenes, desidias y mentiras, porque sólo la reconciliación reparadora nos resucitará, y nos hará perder el miedo a nosotros mismos. No se trata de predicar un eticismo reivindicador, sino de encarar las cosas desde una perspectiva ética, que siempre está enraizada en la realidad.
El Samaritano del camino se fue sin esperar reconocimientos ni gratitudes. La entrega al servicio era la satisfacción frente a su Dios y su vida, y por eso, un deber. El pueblo de esta Nación anhela ver este ejemplo en quienes hacen pública su imagen: hace falta grandeza de alma, porque sólo la grandeza de alma despierta vida y convoca.
No tenemos derecho a la indiferencia y al desinterés o a mirar hacia otro lado. No podemos “pasar de largo” como lo hicieron los de la parábola. Tenemos responsabilidad sobre el herido que es la Nación y su pueblo. Se inicia hoy una nueva etapa en nuestra patria signada muy profundamente por la fragilidad: fragilidad de nuestros hermanos más pobres y excluidos, fragilidad de nuestras instituciones, fragilidad de nuestros vínculos sociales...
¡Cuidemos la fragilidad de nuestro pueblo herido! Cada uno con su vino, con su aceite y su cabalgadura.
Cuidemos la fragilidad de nuestra patria. Cada uno pagando de su bolsillo lo que haga falta para que nuestra tierra sea verdadera posada para todos, sin exclusión de ninguno.
Cuidemos la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con esa actitud solidaria y atenta, actitud de projimidad del Buen Samaritano.
Que nuestra Madre, María Santísima de Luján, que se ha quedado con nosotros y nos acompaña por el camino de nuestra historia como signo de consuelo y de esperanza, escuche nuestra plegaria de caminantes, nos conforte y nos anime a seguir el ejemplo de Cristo, el que carga sobre sus hombros nuestra fragilidad.
NUESTRO PUEBLO SABE Y QUIERE
Homilía en la Catedral de Buenos Aires el 25 de mayo de 2004
Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.
Jesús cerró el libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: “¿No es éste el hijo de José?”. Pero él les respondió: “Sin duda ustedes me citarán el refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún”. Después agregó: “Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó
a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio”. Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.
Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y enseñaba los sábados. Y todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad.
Del Evangelio de San Lucas 4,16-32
En estos días finales del tiempo pascual, en vísperas de la venida del Espíritu Santo, nos reunimos para retornar a las fuentes del Mayo de los argentinos. Volvemos al núcleo histórico de nuestros comienzos, no para ejercitar nostalgias formales sino buscando la huella de la esperanza. Hacemos memoria del camino andado para abrir espacios al futuro. Como nos enseña nuestra fe: de la memoria de la plenitud se hace posible vislumbrar los nuevos caminos. Del paso fundante de Dios y de su contundente gracia salvadora en nuestra historia es posible recomenzar, inspirarse, fortalecerse, proyectarse. La víspera de Pentecostés, tiempo del Espíritu, reúne a los vapuleados creyentes de hoy, no menos que a los sacudidos y frágiles apóstoles de entonces, para recomenzar. La fragilidad de la barca no debe causar temores ni prevenciones, la inmensidad del mar de la vida y de la historia es suavizada por el viento, ese soplo de Dios que desde el primer día nos impulsa y conduce. Alguna verdadera, misteriosa e inclaudicable confianza nos llevó a los argentinos a congregarnos, tantas veces a lo largo de nuestra historia, en este solar de mayo, como en aquel año de 1810, buscando el viento que nos conduzca por buen camino.
También aquellos fieles que oían a Jesús en su Nazaret natal estaban esperanzados. Había respeto y admiración por la autoridad que emanaba de su persona y sus palabras parecían mover aires renovados en el alma del pueblo. La propuesta de aquel joven Rabbí era algo largamente esperado: una “Buena Noticia para los pobres”, una manera nueva de ver la vida y la tan ansiada libertad. Esa buena nueva de Jesús es inclusiva. A los mismos que libera y sana les encomienda liberar y sanar a otros. Hablando con su pueblo, Jesús mismo siente la confirmación de que las palabras proféticas se cumplen en el mismo momento en que las pronuncia. Iluminado y ungido, habla movido por el Espíritu. El relato evangélico nos lo muestra a las claras: allí estaba el Espíritu, un tiempo nuevo de Dios, un viento que es seguro. Y la gente sentía lo mismo: hubo aplausos y gestos de admiración.
Sin embargo, el final del relato nos deja perplejos. Alguien deslizó sibilinamente: “Pero ¿no es éste el hijo de José, el carpintero?”. Y entonces cambió el humor de los presentes: lo sacaron a empujones y lo llevaron a un barranco con la intención de despeñarlo o de apedrearlo. Pero “Jesús pasó por en medio de ellos y siguió su camino”, se fue a Cafarnaún, pueblo de Galilea, a predicar de nuevo al aire libre, entre la gente sencilla del pueblo fiel. Lo que al principio parecía el acontecimiento de una gran barca lanzada a los mares de la conquista de la libertad, se convierte en un ir a buscar la humilde barca de Simón, el pescador del lago de Genesaret: el Señor se escabulle y se
pierde como uno más entre la multitud. Ni siquiera se comporta como un rebelde dispuesto a poner el pecho a las pedradas.
Jesús, fiel al estilo profético que acompañaba su paso entre los hombres, realiza gestos simbólicos. ¿Qué significa este dejar Nazaret, su patria? Me parece ver aquí una fuerte protesta contra los que se sienten tan incluidos que excluyen a los demás. Tan clarividentes se creen que se han vuelto ciegos, tan autosuficientes son en la administración de la ley que se han vuelto inicuos.
Por eso Jesús se aparta y elige el pequeño sendero, irse por entremedio de su pueblo, “la oscura senda” (de la que hablara Fray Luis De León), que es precisamente el camino de los pobres; el de los pobres de cualquier pobreza que signifique despojo al alma y, a la vez, confianza y entrega a los demás y a Dios. En efecto, el que sufre el despojo de sus bienes, de su salud, de pérdidas irreparables, de las seguridades del ego y –en esa pobreza– se deja conducir por la experiencia de lo sabio, de lo luminoso, del amor gratuito, solidario y desinteresado de los otros, conoce algo o mucho de la Buena Nueva.
Los argentinos hemos sufrido todas estas pobrezas, algunos las viven y testimonian desde años y décadas. Pues bien, hoy como en aquel tiempo, Jesús sigue escabullido entre los más pequeños y pobres de nuestro pueblo.
Pero ¿por qué deja a aquellos exaltados solos con sus piedras y sus deseos de desbarrancar todo lo que no concuerde con sus ideas? ¿Qué les impide a éstos transitar esta senda de la escucha de la Buena Nueva? Tal vez el tácito enfrentamiento, en sus vidas, entre sabiduría e ilustración. Lo sabio es añejamiento de vida donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el sentido de pertenencia. Lo ilustrado, en cambio, puede correr el riesgo de dejarse empapar de ideologías –no de ideas– de prejuicios, de facciosidad. La impaciencia de la élites ilustradas no entiende el laborioso y cotidiano caminar de un pueblo, ni comprende el mensaje del sabio. Y en aquel entonces había también élites ilustradas que aislaban su conciencia de la marcha de su pueblo, que negociaban su pertenencia y su fe, también existían las izquierdas ateas y las derechas descreídas abroqueladas en sus seguridades marginales ajenas a todo sentir popular. Algo de aquella cerrazón emocional, de esas expectativas no colmadas las sintió Jesús como verdaderas cegueras del alma. Tal actitud parece evocar los reclamos histriónicos, inmediatistas; esas reacciones y posturas extremas o superficiales en las que solemos caer.
No pocas veces, el mundo mira asombrado un país como el nuestro, lleno de posibilidades, que se pierde en posturas y crisis emergentes y no profundiza en sus hendiduras sociales, culturales y espirituales, que no trata de comprender las causas, que se desentiende del futuro. Frente a esta realidad debemos quizá pedir luz acerca de la segunda promesa profética: ha venido a dar vista a los ciegos, y plantearnos el hecho de nuestra ceguera.
Admitámoslo. Necesitamos que el Señor nos ilumine porque tantas veces parecemos cegados y vivimos de encandilamientos efímeros que nublan y opacan. Es como capricho del que no quiere saber nada con el resplandor que brota del silencioso pensar y hacer balance de nuestros aciertos y yerros. No buscamos la luz mansa que brota de la
verdad, no apostamos a la espera laboriosa, que cuida el aceite y mantiene la lámpara encendida.
El fruto vano de la ceguera es la falsa ilusión. Todos ilusionamos una fuerza profética y mesiánica que nos libere, pero cuando el trayecto de la verdadera libertad comienza por la aceptación de nuestras pequeñeces y de nuestras dolorosas verdades, nos tapamos los ojos y llenamos nuestras manos con piedras intolerantes. Somos prontos para la intolerancia. Nos hallamos estancados en nuestros discursos y contradiscursos, dispuestos a acusar a los otros, antes que a revisar lo propio. El miedo ciego es reivindicador y lleva a menudo a despreciar lo distinto, a no ver lo complementario; a ridiculizar y censurar al que piensa diferente, lo cual es una nueva forma de presionar y lograr poder. No reconocer las virtudes y grandezas de los otros, por ejemplo, reduciéndolos a lo vulgar, es una estrategia común de la mediocridad cultural de nuestros tiempos.
¡Que no sobresalgan! ¡Que no nos desafíen... a ver si todavía tenemos que salir de nuestro adormecimiento, de nuestra cómoda paz de los cementerios! ¡Pensar que es el hijo de José!, decían... Anticipo en palabras de lo que sucedería en los hechos; y Jesús ya recibía el primer piedrazo de nuestra vulgaridad.
La difamación y el chisme, la trasgresión con mucha propaganda, el negar los límites, bastardear o eliminar las instituciones, son parte de una larga lista de estratagemas con las que la mediocridad se encubre y protege, dispuesta a desbarrancar ciegamente todo lo que la amenace. Es la época del pensamiento débil. Y si una palabra sabia asoma, es decir, si alguien que encarna el desafío de la sublimidad aun a costa de no poder cumplir muchos de nuestros anhelos, entonces nuestra mediocridad no se para hasta despeñarlo. Despeñados mueren próceres, prohombres, artistas, científicos, o simplemente cualquiera que piense más allá del inconsciente discurso dominante. No los descubrimos sino tarde. Despreciamos al “hijo del carpintero”... Pero no hay empacho en poner en el candelero la luz fatua de cualquier perversión, refregada día y noche por la imagen y la abundante información; un embeleso de voyeurismo donde todo está permitido, donde el goce marketinero de lo morboso parece atrapar los sentidos y los sumerge en la nada. Prohibido pensar y crear. Prohibido el arrojo, el heroísmo y la santidad. Para estos ciegos tampoco son bien vistos lo sugerente y lo sutil, la armonía propia de lo bello, porque implican el trabajo modesto y humilde del talento.
La vitalidad y creatividad de un pueblo, y de todo ser humano, sólo se da y se puede contemplar luego de un largo camino acompañado de limitaciones, de intentos y fracasos, de crisis y reconstrucción... Y el pecado mayor de todos los cultores de la ceguera es el vacío de identidad que producen, esa terrible insatisfacción que nos proyectan y no permiten que nos sintamos a gusto en nuestra propia patria. Se despoja lo identitativo profundo y se propone una identidad artificial, de cartón, maquillada, de utilería. Es la contraposición entre lo identitativo de un pueblo y esa otra identidad importada, construida a uso y conveniencia de sectores privados. Jesús, dejando a los ciegos, elige el sendero humilde que lo lleva al pueblo fiel, el que se admira con sencillez ante esa doctrina que devuelve la vista a los ciegos que desean ver.
¿Qué vemos cuando se nos permite abrir los ojos? Vemos a Dios escabullido en medio de su pueblo, caminando con su pueblo.
Vemos a un Jesús con los pies en la tierra, cultivando corazones como buen Sembrador (y cultivar es la raíz de cultura), elaborando la verdadera comida del espíritu, ésa que cimienta la comunión entre los habitantes de la Nación. Se trata de esa comida espiritual, ese pan que, partido, permite ver; el que se saborea acompañando a los que sufren cotidianamente, sin pretender sacar provecho o rédito; el que abraza a todos, aun a los que no lo reconocen.
El que, con su misericordia, se hace cargo de miserias y maldades, sin adulaciones ni justificativos demagógicos, sin conceder a modas y costumbres.
Es sabiduría: el pan que nos abre los ojos y nos previene de la ceguera de la mediocridad, proponiéndonos una vida que tiende hacia lo mejor y no la ética del minimalismo o el eticismo exquisito de laboratorio, a la vez es la sabiduría que comprende profundamente y perdona todo.
Es el pan que nos hace sentir el respaldo que da la sapiencial constancia de recorrer y de tocar el dolor humano concreto, sin mediaciones ideológicas ni interpretaciones evasivas o hechas para la opinión pública.
Y porque se da como Pan, es la Sabiduría que con su testimonio y su palabra sabe que el alma de un pueblo crece cuando hay trabajo del espíritu en lo más profundo, sensible y creativo. Ése es su incansable desafío educativo, lejos de la pura información enciclopedista o tecnocrática, más lejos aún de la subordinación a esquemas de poder. Porque su verdadero poder es el del amor infinito y confiado de Dios, que no se ata a razas ni a formas culturales ni a sistemas, sino que les da su sentido y significado último: ayudar a ser y disfrutar de la alegría de ser, que exige renuncia y se resiste a quedar encerrado en los propios horizontes mezquinos.
La ceguera del alma nos impide ser libres. En el episodio evangélico de hoy, muchos de los que anhelaban la libertad, al levantar sus piedras intolerantes, demostraban la misma crueldad que el imperio invasor. Querían librarse del enemigo de afuera sin aceptar al enemigo interior. Y sabemos que copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ser su heredero. Por eso, cuando Jesús propone, siguiendo a Isaías, la liberación de la cautividad y la opresión, podemos preguntarnos: ¿de qué cautividad y de cuál opresión? Y responder: primero la de nosotros mismos: la de nuestra desorientación e inmadurez, para poder reclamar la libertad de opresiones externas. Si las cadenas fueran de hierro, si la presencia de ejércitos externos fuera evidente, lo sería también la necesidad de libertad. Pero cuando la cautividad proviene de nuestras sangrantes heridas y luchas internas, de la ambición compulsiva, de las componendas de poder que absorben las instituciones, entonces ya estamos cautivos de nosotros mismos. Una cautividad que se expresa –entre otras cosas– en la dinámica de la exclusión. No sólo la exclusión que se hace a través de las estructuras injustas, sino también las que potenciamos nosotros, esa otra forma de exclusión por medio de actitudes: indiferencia, intolerancia, individualismo exacerbado, sectarismo. Excluimos de la identidad y quedamos cautivos de la máscara; excluimos de la identidad y resquebrajamos la pertenencia... porque identificarse supone pertenecer. Sólo desde la pertenencia a un pueblo podemos entender el hondo mensaje de su historia, los rasgos de su identidad. Toda otra maniobra de afuera es nada más que un eslabón de la cadena, en todo caso hay un cambio de amos, pero el status es el mismo.
La propuesta es liberarnos de nuestra mediocridad, esa mediocridad que es el mejor narcótico para esclavizar a los pueblos. No hacen falta ejércitos opresores. Parafraseando a nuestro poema nacional podemos decir que un pueblo dividido y desorientado ya está dominado.
Una confusa cultura mediática mediocrizada nos mantiene en la perplejidad del caos y de la anomia, de la permanente confrontación interna y de internas, distraídos por la noticia espectacular para no ver nuestra incapacidad frente a los problemas cotidianos. Es el mundo de los falsos modelos y de los libretos. La opresión más sutil es entonces la opresión de la mentira y del ocultamiento... eso sí: a base de mucha información, información opaca y, por tal, equívoca.
Curiosamente tenemos más información que nunca y, sin embargo, no sabemos qué pasa. Cercenada, deformada, reinterpretada, la sobreabundante información global empacha el alma con datos e imágenes, pero no hay profundidad en el saber. Confunde el realismo con el morbo manipulador, invasivo, para el que nadie está preparado pero que, en la paralizante perplejidad, obtiene réditos de propaganda. Deja imágenes descarnadas, sin esperanza.
Pero gracias a Dios, nuestro pueblo también conoce el camino humilde del machacar diario, el mismo de tantos años de vida oculta. El de apostar al bien y sostener sin estar seguros del resultado. Conoce el silencio dolorido y pacífico pero –a la vez– rebelde, de muchos años de desencuentros, promesas falsas, violencias e injusticias expoliadoras. Sin embargo, encara diariamente sus tareas, con mucho desgaste social y un tendal de marginaciones. Año a año renueva su confiada espera marchando peregrino a tantos lugares donde Dios y su Madre lo esperan para el diálogo reconfortante, fortalecedor.
Este pueblo no cree en las estratagemas mentirosas y mediocres. Tiene esperanzas pero no se deja ilusionar con soluciones mágicas nacidas en oscuras componendas y presiones del poder. No lo confunden los discursos; se va cansando de la narcosis del vértigo, el consumismo, el exhibicionismo y los anuncios estridentes. Para su conciencia colectiva–ésa que brota del alma profunda de nuestro pueblo– estas cosas son sólo piedrazos. Nuestro pueblo sabe, tiene alma, y porque podemos hablar del alma de un pueblo, podemos hablar de una hermenéutica, de una manera de ver la realidad, de una conciencia. Advierto en nuestro pueblo argentino una fuerte conciencia de su dignidad. Es una conciencia histórica que se ha ido moldeando en hitos significativos.
Nuestro pueblo sabe que la única salida es el camino silencioso, pero constante y firme. El de proyectos claros, previsibles, que exijan continuidad y compromiso de todos los actores de la sociedad y con todos los argentinos. Nuestro pueblo quiere vivir y realizar la convocatoria del Cristo que camina entre nosotros, animando nuestros corazones, uno a uno, reavivando las reservas de nuestra memoria cultural. Nuestro pueblo sabe y quiere porque ama la Creación del Padre y lo comunitario, como lo hicieron y lo hacen nuestros aborígenes; porque se arroja y compromete con sus ideales, como nos lo legaron los españoles que poblaron nuestro suelo; porque es humilde, piadoso y festivo como nuestros criollos; porque es laborioso e incansable como nuestros mayores inmigrantes.
Vimos al Señor proclamando su mensaje en medio de su pueblo. Observamos cómo las élites ilustradas no toleran el paciente camino cotidiano de los humildes y sencillos y,
llevados de su histeria exquisita, procuran desbarrancar y apedrear. Señalamos los valores de un pueblo con Dios metido en su humilde sendero. Recorrimos nuestro camino histórico como pueblo y observamos nuestras contradicciones. Notamos la necesidad de ser curados de nuestra ceguera y librados de la cautividad y la opresión. La apelación sapiencial que hoy podemos hacer, inspirándonos en el Evangelio es a todas luces muy clara: toda transformación profunda que se encamine hacia la serenidad de espíritu, hacia la convivencia y hacia una mayor dignidad y armonía en nuestra patria, solamente puede lograrse desde nuestras raíces; apelando a la conciencia que busca y se duele, que goza y se compromete con los otros, que acepta el orden pacificador de la ley justa y la memoria de los logros colectivos que van formando nuestro ser común. Apelando a la conciencia que no se pierde en la ceguera de las contradicciones secundarias, sino que se concentra en los grandes desafíos, y que además compromete sus recursos prioritarios para hacer de esto su proyecto educativo, para todas las generaciones y sin límites.
La Palabra, como la historia, nos deja un código donde espejarnos. Pero, además, hay también espejismos. Hoy como siempre, los argentinos debemos optar. No hacerlo es ya una opción, pero trágica. O elegimos el espejismo de la adhesión a la mediocridad que nos enceguece y esclaviza o nos miramos en el espejo de nuestra historia, asumiendo también todas sus oscuridades y antivalores, y adherimos de corazón a la grandeza de aquellos que lo dejaron todo por la patria, sin ver los resultados, de aquellos que transitaron y transitan el camino humilde de nuestro pueblo, siguiendo las huellas de ese Jesús que pasa en medio de los soberbios, los deja desconcertados en sus propias contradicciones y busca el camino que exalta a los humildes, camino que lleva a la cruz, en la que está crucificado nuestro pueblo, pero que es camino de esperanza cierta de resurrección; esperanza de la que todavía ningún poder o ideología lo ha podido despojar.
HOMILÍAS EN SAN CAYETANO
“No hay mayor amor que dar la vida por los amigos”
PONERLE EL HOMBRO A LA VIDA
Homilía en el Santuario de San Cayetano el 7 de agosto de 1999
Queridos hermanos:
Quiero saludarlos a todos con mucha alegría en el Señor y rezar, junto con cada uno de ustedes, en este Santuario que nos reúne y nos cobija. Aquí, con San Cayetano, sentimos que nuestro Padre Dios nos da un lugar en su corazón. ¡Tenemos un lugar en el corazón del Padre! ¡Qué hermosa es la gracia de nuestra fe! Tenemos un lugar seguro y tierno. Tierno como la pequeña espiga que tiene en su mano el Santo. Esa espiga con sus granos en fila nos recuerda que ponerse en fila y caminar a tomar gracia del Santo es un gesto de esperanza. Un lugar seguro y fuerte como este Santuario donde el Espíritu nos junta a todos, sin excluir a nadie, y nos hace sentir Pueblo de Dios, con una sola alma y un solo corazón.
¡En el corazón de nuestro Padre Dios tenemos un lugar para nosotros, como personas y como pueblo! ¡Cuánta gente no encuentra su lugar en nuestra ciudad! O porque están excluidos –no tienen casa donde vivir, no tienen lugar estable donde trabajar–, o porque están desorientados: han abandonado su puesto de lucha en la vida, de lucha por el bien de todos, para acomodarse en lugares de privilegio que sólo brindan alegrías pasajeras.
Uno se da cuenta cuando no tiene lugar, cuando no es aceptado ni bienvenido... Por ejemplo, esto lo siente la persona que busca trabajo y a la que le dicen –después de tomarle todos los datos–: “Ya lo vamos a llamar”.
Con Dios, nuestro Padre, la experiencia es totalmente distinta: aquí todos nos sentimos llamados, siempre, una y otra vez hemos sido y somos invitados. El Padre es como ese Patrón de la parábola que sale de madrugada, a media mañana y a la tarde, a buscar obreros para trabajar en su viña. El Padre es el que, cuando nos hemos perdido, desorientados como la ovejita, envía a Jesús a buscarnos para ponernos de nuevo en nuestro lugar, para sentirnos ubicados en la vida, para curarnos de las heridas y ponernos de nuevo en nuestro sitio.
Nuestro sitio es la casa del Padre. De un Padre que no sólo nos espera sino que nos sale a buscar con Jesús. Un Padre que sabe de nuestras heridas, sabe lo que es tener un hijo perdido y solo en ese desierto en el que se ha convertido nuestra ciudad para muchos; un desierto donde a veces cuesta encontrar rostros amigos y manos solidarias.
Para entrar aquí también tenemos que hacer cola, porque somos muchos, pero nuestra espera en la cola está llena de esperanza. El que está delante nuestro no es un competidor sino un hermano. Igual que el que está detrás. Y cuando vemos a alguno que está más pobre, menos abrigado, más necesitado, recordamos que para nuestro Padre esa persona es la más importante, la que más ha buscado, la que recibe la mejor caricia. Y así como el buen Pastor carga a la ovejita perdida sobre sus hombros, también nosotros queremos poner el hombro y hacer sentir a Dios que su pueblo está con Él. Que Él no está solo con Jesús en esta tarea de sanar heridas, de llevar de nuevo a casa a los que andan dispersos. Poner el hombro es un gesto de nuestro Padre Dios, y tenemos que imitarlo. Como cuando llevamos a nuestros santos en andas y todos quieren poner el hombro, aunque sea por un rato.
Cuando uno pone el hombro –ese hombro que está cerquita del corazón, tan cerca que se siente el peso directamente– uno encuentra su lugar en la vida. Cuando le ponemos el hombro a las necesidades de nuestros hermanos, entonces experimentamos, con asombro y agradecimiento, que Otro nos lleva en hombros a nosotros. Que desde chicos nos ha llevado, que una y otra vez nos ha vuelto a cargar, con alegría, con amor, como un padre lleva a su hijito. En el fondo, si queremos definir quiénes son nuestros santos, podemos decir con toda claridad: son los que pusieron el hombro. Ése es San Cayetano, así lo siente nuestro pueblo: así lo sentimos todos. Ése es Jesús, el que nos cargó a todos en hombros y nos lleva hacia el corazón del Padre Dios.
Ya lo dijo nuestro Señor, “el que quiera venir conmigo, que cargue con su Cruz y me siga”. Y debajo de la Cruz sólo hay lugar para el que quiere poner el hombro. Poner el hombro es una gracia de nuestro pueblo argentino. Una gracia que nos dejaron nuestros mayores y que tenemos que enseñarle a nuestros hijos. Una gracia que nos permite diferenciar clarito quién es padre y quién no, quién es amigo y quién es traidor, quién quiere ayudar y quién es un vividor.
En los hombros de Jesús, en los hombros de nuestros santos, de San Cayetano, nos sentimos dentro del Corazón del Padre Dios. Y hoy le pedimos a la Virgen la gracia de ser fuertes, de poner el hombro a las necesidades de nuestros hermanos para seguir siendo un pueblo que sigue a Cristo y carga con su Cruz –sin perder la esperanza– sufriendo y rezando, suplicando a Dios y dando gracias, un pueblo alegre en medio de las dificultades de la vida. Cuando así lo hacemos somos un pueblo custodiado por la paz de Cristo que lo supera todo, un pueblo que sabe con certeza y siente que bajo la Cruz de Cristo tiene el mejor lugar en el corazón de su Padre Dios.
CON SAN CAYETANO, POR UN MILENIO DE JUSTICIA, SOLIDARIDAD Y ESPERANZA
Homilía en el Santuario de San Cayetano el 7 de agosto de 2000
Queridos hermanos:
Recién escuchábamos en la lectura, que san Pablo nos exhortaba diciendo: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. Es un mismo sentimiento el que nos convoca a todos los que venimos a San Cayetano, un sentimiento muy hondo.
Un mismo sentimiento que se expresa de muchas maneras: en la esperanza del que está haciendo la cola desde hace varios días, semanas incluso; en la solidaridad del que trae un paquete de yerba o de azúcar para los que están más necesitados que él; en el que quiere ser justo y agradece el pan y pide trabajo tocando con mucha fe la imagen del Santo y recordando los rostros de los seres queridos... Todos estos sentimientos brotan de uno más profundo, del sentimiento que Jesús nos describe en la parábola del buen Samaritano. Jesús dice que el Samaritano se compadeció, “se le enterneció el corazón” cuando vio al hombre herido junto al camino. Así nos pasa a nosotros haciendo la cola para pedir y agradecer a San Cayetano: se nos enternece el corazón.
Pero miremos bien: la ternura del buen Samaritano no fue ningún sentimentalismo pasajero. Todo lo contrario; el sentir compasión hizo que el Samaritano tuviera el coraje y la fortaleza para socorrer al herido. Los flojos fueron los otros, lo que –por endurecer su corazón– pasaron de largo y no hicieron nada por su prójimo.
Esa ternura y compasión hizo que el Samaritano sintiera que era injusto dejar a un hermano así tirado. La ternura lo hizo sentirse solidario con la suerte de ese pobre viajero que podría haber sido él mismo, le hizo brotar la esperanza de que todavía hubiera vida en ese cuerpo exangüe y le dio valor para ponerse a ayudarlo. Sentimiento de justicia, de solidaridad y de esperanza. Esos son los sentimientos del buen Samaritano. Esos son los sentimientos de Jesús para con todos nosotros quienes, muchas veces, estamos como aquel hombre, asaltados por ladrones, despojados, golpeados y malheridos... y sin embargo vivos y llenos de esperanza, con deseos de curarnos y de que se cure toda nuestra sociedad tan enferma, con ganas de mejorar junto con nuestros compatriotas, con ganas de dejarnos ayudar.
Por eso estamos aquí con un corazón necesitado de ayuda como el del herido y –al mismo tiempo– deseosos de ayudar como el del buen Samaritano. Estos son los sentimientos que, por intercesión de San Cayetano, le queremos pedir a nuestro Padre Dios, para que nuestro corazón se vuelva más parecido al de Jesús y como pueblo fiel tengamos los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo.
Justicia, solidaridad y esperanza... son distintas maneras de no pasar de largo, como lo hicieron los otros dos personajes de la parábola: vieron al que estaba tirado, dieron un rodeo y pasaron de largo. Venir aquí, a San Cayetano es una manera de no pasar de largo. Agradecer el pan de cada día es una manera de no pasar de largo, de ser justos con nuestro Padre del Cielo que nos cuida en medio de las injusticias de los hombres. Pedir solidariamente el trabajo en esta cola en la que no nos sentimos competidores sino hermanos, es una manera de no pasar de largo. Mantener encendida la esperanza mientras se lucha por la justicia y se vive solidariamente es una manera de no pasar de largo.
Acercarse. No dar rodeos ni pasar de largo. Acercarse hoy, ahora: ésa es la clave; eso es lo que nos enseña Jesús. Tenemos que acercarnos a todos nuestros hermanos, especialmente al que necesita. Cuando uno se acerca “se le enternece el corazón”. Y en un corazón que no tiene miedo a sentir ternura (esa ternura que es el sentimiento que tiene el papá y la mamá con sus hijitos) el que está necesitado se convierte como en nuestro hijo, en alguien pequeño que necesita cuidado y ayuda. Entonces, el deseo de justicia, la solidaridad, la esperanza se traducen en gestos concretos. Gestos como el de ese buen Samaritano que unge con vino y aceite y venda las heridas, que se hace cargo
del herido llevándolo a la posada en su burrito, que gasta su dinero para que lo cuiden y promete volver a visitarlo.
En cambio, cuando no nos acercamos, cuando miramos de lejos, las cosas no nos duelen ni nos enternecen. Hay un refrán que dice “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pero también pasa al revés, sobre todo hoy día en que lo vemos todo, pero por televisión: “Corazón que no se acerca, que no toca el dolor, corazón que no siente... y – por tanto– ojos que miran pero no ven”.
Por eso aquí, en este momento en que estamos juntos, amuchaditos como los granos en esta interminable espiga de San Cayetano que es la fila, cercanos como San Cayetano al Niño Jesús, nuestros corazones sienten como un solo corazón. Aquí juntos como Pueblo fiel de Dios, tenemos los mismos sentimientos que tuvo Jesús, y se lo agradecemos al Padre porque es Él quien nos enternece el corazón; se lo agradecemos a la Virgen, porque ella –como Madre de todos nosotros– nos trata con ternura y nos obtiene del Padre los sentimientos que tuvo Jesús: deseos eficaces de ser más justos, más solidarios y llenos de esperanza.
EL DOLOR RECLAMA AYUDA Y EXIGE SOLUCIONES
Homilía en el Santuario de San Cayetano el 7 de agosto de 2001
Queridos hermanos:
El año pasado leímos aquí la parábola del buen Samaritano con la cual Jesús siempre nos abre los ojos a esa verdad tan grande: Él está misteriosamente presente en los más pobres, está presente en toda carne sufriente y necesitada. Cuando nos acercamos al que está necesitado y nos hacemos prójimos se nos enternece el corazón, se nos abren los ojos y vemos a Jesús. Cuando pasamos de largo o miramos al necesitado de lejos, el corazón se nos endurece y no vemos a Jesús. ¿Se acuerdan? Y recordaba que la manera de no pasar de largo ante tanta necesidad como la que hay, hoy, en nuestro pueblo es mantener encendida nuestra esperanza; mientras luchamos por la justicia y vivimos solidariamente tenemos que mantener encendida nuestra esperanza.
En este día, con el Evangelio de las Bienaventuranzas, el Señor da un paso más en su enseñanza: El dolor no es solamente algo que reclama ayuda y exige soluciones. El dolor, si se lo vive como nos enseña Cristo, esconde también una bendición y hasta una cierta alegría. Alegría dolorosa, ciertamente, pero verdadera. ¡Qué consolador es escuchar todos juntos, como pueblo reunido por la fe, este Evangelio de las Bienaventuranzas de Jesús! Jesús se acerca a las cosas que nos duelen, que nos dan miedo, que nos preocupan, que nos angustian... y las transforma con su Palabra, con esa Palabra suya tan cercana y compañera, palabra de amigo y palabra de Dios.
Podemos decir que cuando Jesús se acerca a nuestro dolor las cosas se ven distintas: Jesús nos habla de los pobres, de los que tienen hambre, de los que lloran, de los que son injustamente perseguidos... pero hay esperanza en su tono de voz, hasta nos
consuela escucharlo. “Felices ustedes los que ahora lloran porque serán consolados”, nos dice. Y esa palabra ya es como si nos enjugara las lágrimas.
Y sucede algo más todavía. Cuando Jesús dice: pobres de ustedes, los ricos, los que ahora están satisfechos, los que ahora se ríen, los que sólo reciben alabanzas... más que darnos bronca, estas personas de las que habla Jesús terminan dándonos pena. Es como si viéramos su necedad, que lo suyo va a terminar mal.
Las imágenes contrastantes que usa Jesús en las bienaventuranzas me recuerdan a las que vemos en los noticieros: gente pobre en la calle y gente rica festejando fastuosamente, pobres perseguidos por reclamar trabajo y ricos que eluden la justicia y encima los aplauden, gente que llora por la violencia y gente que se divierte de lo lindo como si viviera en el mejor de los mundos, gente que tiene hambre y gente que tira comida... Parece un noticiero. Y sin embargo Jesús valora las cosas distinto que los noticieros. Él mira hondo en la realidad de la vida y nos dice: ¡ay! del corazón que no sabe llorar, ¡ay! del corazón que no tiene hambre y sed de justicia, ¡ay! del corazón que no se siente pobre de amor, ¡ay! del corazón que está hinchado de vanidad... es un pobre corazón, un corazón que acabará endurecido, despreciado, solo.
Jesús mira hondo en los corazones de cada uno de nosotros, que venimos cargados de penas y agobiados por los problemas de trabajo y nos va diciendo: “Feliz vos que estás aquí, haciendo cola para pedir pan y trabajo. Feliz vos que tenés un corazón humilde y no te sentís ni más ni menos que tu hermano que está a tu lado. Feliz vos que podes estar orgulloso de no tener ningún privilegio, salvo el de ser mi hijo muy querido. Feliz vos que tenés esa bronca que es hambre y sed de justicia y sabés reclamar y protestar, pero sin hacer daño a nadie, y antes que nada venís a pedirle a tu Dios y Señor. Feliz vos que hacés el bien y muchas veces sos malentendido y criticado, pero no bajás los brazos de tu esperanza. Feliz vos que sabés llorar con mansedumbre y esperando sólo en Dios... Feliz no por lo que te falta, ni porque se te vayan a solucionar ya mismo todos tus sufrimientos (siempre hay algún sufrimiento), sino feliz porque el don de Dios es tan grande que sólo si tu corazón está desmedidamente abierto lo podrás recibir”. Por eso Jesús llama felices a los que les pasan cosas que les abren el corazón y se lo ensanchan.
De entre todas las bienaventuranzas quiero detenerme un momento en la bienaventuranza de las lágrimas, porque nos hace saborear las bendiciones de Jesús y nos abre el corazón a Dios mientras vamos rezando en la cola y pedimos a nuestro querido San Cayetano por todas nuestras necesidades.
La bendición de los que lloran nos invita a llorar por nuestra patria, con esa oración tan antigua como es la oración de lamentación, en la que un pueblo sabe arrepentirse de sus pecados y volver sus ojos al único Dios verdadero, al único capaz de salvar, dejando atrás las ilusiones vanas y los dioses falsos. Es como si Jesús nos dijera: “Felices ustedes los que lloran por nuestra patria con esas lágrimas que no son sólo de uno sino de todos, con las lágrimas del que reza el Padrenuestro y cuando dice pan, dice «el pan nuestro», y cuando dice perdón dice «perdónanos nuestras deudas»”.
La bendición a los que lloran nos recuerda también nuestros llantos de familia. Es como si Jesús nos dijera: “Felices ustedes los que lloran cuando la familia duerme y nadie los ve, y aprietan fuerte mi cruz entre sus manos hasta quedar fortalecidos”. Porque en las
lágrimas de una mamá o de un papá que llora por sus hijos se esconde la mejor oración que se puede hacer en esta tierra: esa oración de lágrimas silenciosas y mansas que es como la de nuestra Señora al pie de la Cruz, que sabe estar al lado de su Hijo sin estallidos ni escándalos, acompañando e intercediendo.
Felices ustedes los que lloran al acercarse a San Cayetano, pidiendo el Pan y el Trabajo, y en esa lágrima que apenas asoma confían su pedido y su ruego sin muchas palabras, seguros que han sido escuchados y atendidos. San Cayetano intercede por su pueblo fiel, por todo el pueblo argentino. Y en estos momentos tan duros, redoblamos nuestra fe y nuestra confianza en Jesús nuestro Señor. Él nos ha prometido que Él mismo, en persona, se encargará de enjugar nuestras lágrimas. Felices nosotros si ponemos en Él toda nuestra esperanza.
La bendición a los que lloran nos recuerda, finalmente, nuestro llanto de niños, es como si Jesús nos dijera: “Felices ustedes los que lloran como cuando eran niños y su madre los consolaba”. Es verdad eso que dicen que sólo pueden consolarnos de verdad Dios nuestro Señor y nuestra madre. Por eso, ponemos nuestras lágrimas ante los ojos de la Virgen, y mientras “suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas” le decimos: “Ea pues, Señora y abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro, muéstranos a Jesús...“
RECLAMAMOS EL PAN QUE ALIMENTA Y EL TRABAJO QUE DIGNIFICA
Homilía en el Santuario de San Cayetano el 7 de agosto de 2002
Queridos hermanos:
Quiero saludarlos a todos con estas palabras de san Pablo que son lo mejor que nos podemos desear como cristianos: ¡Ojalá que cada uno, que todos, “tengan unos con otros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. Todos los sentimientos de Jesús giran en torno a un único sentimiento, el más de fondo: que “no hay mayor amor que dar la vida por los amigos”. “Ustedes son mis amigos”, nos dice Jesús. “Y no tengo otro deseo que el dar la vida por cada uno de ustedes”. Ojalá que ustedes sientan lo mismo; que cada uno lo sienta conmigo y también con sus amigos, con sus hijos, con sus mayores, con su familia. Ojalá que como pueblo recibamos esta gracia: sentir deseos de dar la vida por nuestros hermanos con los que convivimos en nuestra querida nación argentina.
El lema de este año dice así: Con San Cayetano reclamamos el pan que alimenta y el trabajo que dignifica. Reclamar el pan que alimenta es una manera de querer dar vida: reclamamos el pan porque para dar la vida se necesita tener un pan que compartir. Jesús mismo antes de dar su vida en la Cruz quiso juntarse con sus amigos en torno a la mesa, quiso tener un pan en las manos para partirlo y repartirlo, para partirse y repartirse. Reclamar el trabajo que dignifica es una manera de querer dar la vida: reclamamos trabajo porque es la manera digna de gastarse creativamente por los demás. No se puede dar la vida sin compartir el pan y sin trabajar. Pero tampoco es verdadera vida la que no se da cotidianamente. Por eso nuestro pueblo no se sienta a esperarlo todo del reclamo,
sino que su reclamo entraña compartir cada día el poquito de pan que tiene e inventar mil maneras solidarias de trabajar por la comunidad. Al mismo tiempo que exigimos justicia venimos aquí a rogar al Señor de la vida y a pedirle a Él el pan y el trabajo, por intercesión de San Cayetano.
“Tengan los unos con los otros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. Nos hace bien recordar cómo en el peor momento de su vida, en la noche de la traición y del abandono, Jesús tuvo el sentimiento más noble. Le estaban quitando todo y Él se convirtió a sí mismo en Pan para su pueblo. Transformó la expoliación en don. “Nadie me quita la vida, sino que Yo la doy”. Este ejemplo silencioso de Jesús, que carga sobre sí la cruz y asume el pecado, incluso el de los que lo matan, contiene una invitación. Y hay gente que acepta esa invitación, hay pueblos enteros que se levantan de sus ruinas y con silenciosa dignidad ponen manos a la obra y transforman una situación de postración y de violencia en un tiempo de don.
Pueblos que se dan al trabajo y si no alcanza el salario truecan sus bienes con alegría. Pueblos que se dan a la solidaridad y si no alcanza el pan lo parten cuanto sea necesario. Pueblos que se dan a la oración y ponen su esperanza en el Dios de la vida. Pueblos que son capaces de hacer esta cola que es la fila de San Cayetano: que corta pacíficamente algunas calles, no para obstruir el paso de nadie sino para mostrar abierta la única puerta verdadera –la puerta estrecha que abre una brecha a la intimidad del Dios Santo en la que todos somos hermanos–, una cola que es puente porque tiende las manos a Jesucristo el Puente verdadero, entre los hombres de buena voluntad y nuestro Padre del Cielo.
Esta manifestación de fe nuestro Pueblo fiel la viene haciendo desde siempre. El reclamo del pan y del trabajo que nos permiten dar la vida no es cosa de coyunturas ni sólo de tiempos difíciles. Por eso esta marcha, esta manifestación, esta fila con la que desde hace tantos años nuestro pueblo detiene sus caminos cotidianos y reclama, junto con San Cayetano, junto con la Virgen, la atención del Señor y de los hermanos, tiene que contagiar todas las marchas, todas las manifestaciones, todas las filas que se hacen en nuestra patria. Para contagiar esta gracia es que pedimos al Padre tener los mismos sentimientos que tuvo Jesús.
Queremos rescatar esos valores profundos que hemos recibido como pueblo y, en estos momentos difíciles, dar testimonio de esperanza, de solidaridad, de reclamo pacífico e insistente, con hambre y sed de justicia. Como les he ido diciendo, año tras año, en esta misma misa: Queremos rescatar esa esperanza que encierra el gesto humilde de ponerse en fila y caminar, de ponerse en fila como los granitos de la espiga del santo –¿se acuerdan?– para caminar sin pisotear a nadie, sin colarse, sin desilusionarse. Queremos rescatar el valor de inclusión que tiene nuestro querido Santuario cuyas puertas abiertas reciben a todos sin excluir a nadie y que debe ser imagen de nuestras casas y de nuestras instituciones. Queremos rescatar esa fortaleza de nuestro pueblo fiel que sabe poner el hombro y cargar con la cruz ayudando a los demás. Queremos rescatar esa solidaridad, ese espíritu de samaritano que tiene nuestro pueblo fiel y que lo lleva a no pasar de largo ante el dolor y ante la injusticia, este deseo de acercarse como Jesús a todo el que sufre para dar una mano. Queremos rescatar la gracia de esa bienaventuranza de Jesús a los que lloran porque tienen hambre y sed de justicia, y recibir de sus manos el consuelo que necesitamos.
Por eso todos juntos vamos a clamar al Señor, junto con San Cayetano, rezando la oración tan linda que se compuso para la novena:
Necesitamos ver tu rostro guardar las palabras de tu boca hablarte al oído
dejarnos mirar por tus ojos.
Y al besarte, Cristo, encontrar en ti los rasgos de tu madre,
de tus santos, de tu pueblo sufrido. Queremos ver tu rostro
Dios amigo
compañero de camino.
ENCONTRAREMOS EL CAMINO PARA VOLVER A EMPEZAR
Homilía en el Santuario de San Cayetano el 7 de agosto de 2003
Queridos hermanos:
El Evangelio nos presenta un acontecimiento muy pequeño, algo que pasó en dos segundos, y fue tan rápido y se realizó tan secretamente, que nadie se enteró. El único que se dio cuenta fue Jesús. Él lo valoró y así se lo hizo notar a los discípulos. Y de allí se convirtió en un gesto grande, en una enseñanza para todos. En medio de toda la gente que daba limosna, Jesús se fijó en una humilde mujer que había perdido a su esposo y cuidaba sola de su familia. Esta señora puso las dos moneditas que tenía para comer ese día en la alcancía del Templo. Dos moneditas que no hicieron ruido como hacen las monedas grandes de plata, pero su tintineo resonó como una plegaria en el Corazón de Jesús.
Hay gente que no entiende estos gestos gratuitos. Miran a los que venimos a San Cayetano y no entienden y dicen: “Si no tienen trabajo, ¿por qué pierden tiempo aquí haciendo la cola? Vienen a pedir pan y, en vez de comprárselo con las pocas monedas que tienen, ¡hacen una ofrenda, dan limosna!”. Hay cosas que si uno no mira el corazón de la gente, como hace Jesús, no las entiende o las interpreta mal. El amor y la fe con que esta buena mujer puso su ofrenda en la alcancía de los pobres, sólo Jesús lo entendió. Ella confió y se jugó entera a poner toda su esperanza en las manos de Dios. Su lógica fue: “Si yo estoy mal, voy a ayudar a otro que esté peor que yo y con este gesto le voy a rogar al Señor que se acuerde de mí y bendiga a mis hijos”. Y el Señor, que está a la pesca de estos pequeños detalles que tienen los que aman mucho, la vio y su gesto quedó grabado en la Palabra viva del Evangelio como el molde para todos esos pequeños gestos que nos llenan de esperanza. De vez en cuando salen noticias de éstas en el diario –el otro día una mamá muy humilde devolvió una suma de dinero que encontró en su changuito. Son gestos que en los diarios duran un día, pero en el corazón de Jesús los gestos de esas manos que dan con esperanza, de esas manos que devuelven con honradez, quedan grabados para siempre.
El lema de este año es: No nos desanimemos, de la mano de San Cayetano encontraremos el camino para volver a empezar. Fíjense, nos habla de no desanimarnos, de tener esperanza y concentra todo en la mano de San Cayetano. Si uno quiere saber si alguien tiene esperanza o está desanimado tiene que mirarle las manos.
Vamos a mirar hoy las manos. Las manos de San Cayetano que tienen al Niño Jesús y a la espiga. Y miramos también nuestras manos, una apretando dos moneditas para la limosna y la otra con la que acariciaremos la imagen, poniendo allí la fragilidad de nuestra familia, nuestra propia fragilidad, nuestras peticiones y nuestros agradecimientos, todas nuestras esperanzas, mojadas con lágrimas... ¡Tantas cosas van en estas manos que cuidan la fragilidad, que parten el pan, que toman gracia y que dan de lo que tienen! En estas manos está el secreto para volver a empezar, para emprender de nuevo el camino sin desanimarnos, llenos de una esperanza que nunca defrauda.
De la mano del Niño Jesús queremos agarrar fuerte la mano de nuestra familia. Sobre todo en estos tiempos en que se ataca tanto a la familia y se la quiere destruir de tantas maneras diversas. Así, bien apretada y cálida, la mano del Niño convierte en fortaleza nuestra fragilidad. De la mano de San Cayetano queremos agarrar la mano de todos los argentinos, en especial las de los que ya no tienen esperanza, para recibir así, en conjunto, el don del pan y el don del trabajo. Dios nuestro Padre da estos dones a los que quieren incluir a todos. Y si Él nos los ofrece a todos, sin exclusión, nadie nos los puede negar. Son un derecho inalienable. El pan y el trabajo que recibimos juntos y que compartimos hacen a nuestra dignidad, como personas y como nación. Puede costar más o menos lucha, recuperarlos para todos. A veces hay que exigirlos, a veces pedirlos, y compartirlos siempre... Pero con la conciencia de que no es limosna, es justicia.
Con la mano con la que tomamos gracia queremos reconocer que todo Don y toda justicia viene primero de las manos de Dios antes que de ningún hombre, antes que de la mano dura o blanda de ningún gobierno, antes que de la mano invisible de ningún sistema económico.
Y al dar nuestras dos moneditas con la otra mano, queremos dar testimonio de que somos libres y soberanos porque somos dueños de dar, de que desde nuestra pobreza y fragilidad, primero damos y después pedimos.
¡Danos la mano, Niño Jesús!, como nos la dan nuestros hijos, que confían en nosotros. Queremos recuperar el coraje de mirar para adelante y darlo todo por ellos. Ellos son la esperanza de nuestro pueblo y no los queremos defraudar.
¡Danos la mano, San Cayetano!, esa mano cargada con la espiga, y que la esperanza del pan y del trabajo de cada día levante nuestros brazos caídos. Queremos ser un pueblo que trabaja como trabajaron nuestros mayores y que esta memoria borre toda falsa ilusión de ganar el pan sin el sudor de nuestra frente.
¡Danos la mano, Padre del Cielo!, que al tomar gracia del Santo, sintamos tu Providencia de Padre, vos sabés bien lo que necesitamos, en vos confía nuestra familia, la familia argentina. Queremos ser un pueblo que se sabe cuidado en su fragilidad. ¡Que nadie diga que nos abandonas, Señor! ¡Por el honor de tu nombre!
¡Danos la mano, Virgencita, Madre nuestra! En tus manos está nuestra esperanza. Vos sos la que nos dice: “Hagan todo lo que Jesús les diga”. Que en tu lenguaje materno, esta recomendación tierna y exigente fortalezca nuestras manos, que se nos vuelvan ágiles e industriosas para trabajar y que se nos llenen de la alegría laboriosa de la caridad. Vos sos la mujer fuerte de nuestra patria que pone cada día esas dos moneditas que faltan en la alcancía de cada familia, para que a nadie le falte el pan.
¡Danos la mano, Señor, a través de tus santos! ¡Y, de la mano de San Cayetano, no nos desanimemos! Que encontraremos el camino para volver a empezar.
EL CAMINO DE LA DESILUSIÓN Y EL CAMINO DE LA ESPERANZA
Homilía en el Santuario de San Cayetano el 7 de agosto de 2004
Queridos hermanos:
La Palabra de Dios hoy nos habla de camino. El camino de la desilusión y el camino de la esperanza. Elías, perseguido por el rey Ajab y la reina Jezabel, emprende el camino de la huida y desea la muerte: “¡Basta ya, Señor! ¡Toma mi vida! No soy mejor que mis padres”. Los discípulos de Emaús, entristecidos por la muerte de Jesús, dejan la comunidad que se mantiene unida en la desolación esperando al Señor y se vuelven a su casa: “Nosotros esperábamos...”, le dicen al Desconocido que los acompañaba por el camino, “... pero ya han pasado tres días desde que murió Jesús”, como diciendo: “Aquí no pasa nada. Nos vamos”.
Sin embargo, el Señor se hace presente en estos caminos de la desilusión y conforta a los desanimados. El ángel le dice a Elías: “Levántate y come. Porque te queda un camino largo todavía”. Jesús se acerca a los discípulos de Emaús y, como compañero de ruta, los va consolando. Los retos de Jesús están llenos de un cariño y una comprensión que los hace reaccionar: “¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras por el camino?”.
Pero la clave del fortalecimiento de estas personas desilusionadas está en el pan. El Señor los alimenta con el pan de los caminantes. Ese pan que es viático, pan para el camino, pan que renueva las fuerzas y las esperanzas. Pan que los reinserta, fortalecidos, a su misión y a la comunidad. Elías se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el monte de Dios, donde el Señor se le presentó como una brisa suave. Los discípulos de Emaús, cuando hospedaron al compañero de camino sin saber que era Jesús, lo reconocieron cuando él les partió el pan y, habiéndolo comido, se “levantaron al momento, volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los once apóstoles y a los que estaban con ellos”.
También a nosotros que venimos a San Cayetano el Señor quiere darnos, de las manos del Santo, este Pan que fortalece para el trabajo y para la comunidad. Venimos, como siempre, con esperanza, pero a veces esa esperanza quiere desertar del camino entre los hombres, desea el descanso definitivo, ése que sólo se da en Dios. “Toma mi vida, Señor. No soy mejor que mis padres”. Esta frase resuena familiar en nuestro corazón. A
veces sentimos que sólo nos queda nuestro Dios y que en esta tierra ya no podemos hacer nada. Es tanta la injusticia, la miseria, la violencia... Y sin embargo el Señor nos regala un pan que nos pone de nuevo en camino con fuerzas renovadas y nos envía de nuevo al trabajo, a la familia, a la patria: te queda mucho por recorrer. ¡Hay tanto por hacer! Y con el Señor como alimento no le tememos a nada. No hay desaliento ni obstáculo que este pan no transforme en vida y en ganas de luchar y caminar.
Elías comió solo de este pan. En la soledad del profeta. Los jóvenes discípulos de Emaús lo comieron de a dos, como amigos que, juntos, emprenden el camino de regreso hacia la esperanza. Nosotros lo comemos entre todos, como Iglesia, como Pueblo de Dios. Y la fuerza de este pan se incrementa con nuestra unión y compañerismo.
Hay un pan que es de fiesta, un pan que es fruto y premio del trabajo, alegría de la mesa compartida. Pero el pan es también pan que se come de camino al trabajo y que da fuerza para la ardua tarea. Ése es el pan que venimos a buscar hoy: el pan que fortalece. El pan que da energías. El pan que hace sentir ganas de trabajar y de luchar. El pan que se comparte de camino con los compañeros. Ese pancito que uno come en medio del trabajo y ayuda a tirar hasta el fin de la jornada. Éste pan es el pan que queremos dejar en herencia a nuestros jóvenes, porque ellos son nuestra esperanza; el pan del trabajo que hace recuperar la dignidad y tirar para adelante.
Este pan nos da una linda imagen de la Eucaristía: la del viático, que quiere decir: pan del camino. Es como el pancito que se lleva en el bolso como prenda del cariño de la familia, es el calor del hogar que llega hasta nuestro lugar de trabajo, si lo tenemos, o a los lugares que recorremos para buscarlo. Es un pan que nos impulsa a luchar por la familia, como si dijera: “¡Vamos!”. Este “¡Vamos!” me trae al corazón el título del último librito del Papa: “¡Levántense!
¡Vamos!”. Y quiero decírselo en particular a los más jóvenes: “Vamos confiados en Cristo. Él será quien nos acompañe en el camino hasta la meta que sólo Él conoce”. Porque Él es el pan; Él se hizo Eucaristía para caminar con nosotros.
¡Levántense y coman! Coman de este pan que nos llena de fuerzas para trabajar por nuestra familia. ¡Levántense y coman! Coman de este pan que restaura nuestra dignidad y nos devuelve las ganas de seguir luchando y de cumplir con nuestra misión.
¡Levántense y coman! Coman de este pan que se comparte con el compañero de camino y que nos hace sentir hermanos, pueblo de la patria, pueblo de Dios.
A la Virgen, nuestra Madre, que se da cuenta cuando nos falta este pan, a ella que en las manos de nuestras mujeres, pone siempre un pancito para el viaje en las mochilas de los chicos y en el bolso del esposo, le pedimos que nos enseñe a rebuscar en nuestro corazón con esperanza cierta, seguros de que siempre encontraremos este pan para el camino, este pan que es Jesús.
Que San Cayetano, patrono del pan para el trabajo, nos conceda, especialmente a los que son cabeza de familia –hombres y mujeres– que, mientras buscamos trabajo para llevar el pan para el hogar, a nosotros nos dé ese otro pancito –sencillo y suficiente–. Para levantarnos cada día y caminar llenos de energía y esperanza por el camino del
Señor. Así les podemos dejar a nuestros jóvenes esa herencia tan preciosa que nos dejaron a nosotros nuestros padres: la del pan que siempre les dio fuerzas para trabajar.
EL VERDADERO PODER ES EL SERVICIO
Homilía en el Santuario de San Cayetano el 7 de agosto de 2005
Queridos hermanos:
La escena de Jesús, el Maestro, lavando los pies a sus discípulos, es una de esas escenas del evangelio que uno no se cansa de mirar y recordar. El lavatorio de los pies ha quedado grabado en la memoria de la Iglesia y cada Jueves santo repetimos el gesto de Jesús y nos toca de nuevo el corazón: Nuestro Señor Jesucristo nos lavó los pies y nos enseñó que si lo imitamos seremos felices: “Si saborean esta verdad –que el poder es servicio– y la practican, serán felices”.
San Juan le pone un marco impresionante a este gesto del Señor. Nos dice que Jesús tenía conciencia de que era “su último gesto”, porque “había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre”. El Señor quiso expresamente que su último gesto fuera éste de lavarle los pies a sus amigos. Los pies polvorientos y fatigados de camino.
En segundo lugar, Juan nos dice que fue un gesto de amor “hasta el extremo”. Solemos decir que la Cruz fue el extremo del amor. Y es verdad; fue el extremo cruento: amar hasta la muerte. Pero la vida tiene también otro extremo, que no es doloroso sino lindo: el extremo de amar con ternura hasta el detalle. El Señor quiso que compartieran la Eucaristía plenamente purificados, como si ya estuvieran en el cielo, limpiándolos hasta de esas pequeñas manchas que parecen inevitables, las de último momento... Y quiso hacer este servicio personalmente. ¿Vieron que hay veces en que, en las fiestas grandes, un detalle amenaza con arruinar la fiesta? Bueno, por ese lado va este servicio de Jesús de lavar los pies y de decirnos que nos lavemos unos a otros: por el lado de perdonar también los detalles, que a veces es más difícil.
Y la tercera cosa que nos dice Juan es que el Señor era consciente de que en ese momento “tenía todo el poder del mundo en sus manos”, que “el Padre lo había puesto todo en sus manos”. Y, ¿qué hizo con ese poder absoluto? Lo concentró en un solo gesto, en un gesto de servicio: el servicio del perdón hasta en los detalles. Y desde entonces el poder se convirtió para siempre en servicio. Si el más poderoso usó todo su poder para servir y perdonar, el que lo usa para otra cosa termina haciendo el ridículo. Con ese gesto sencillo Jesús “derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes” como bien decía la Virgen, su Madre santísima y Madre nuestra. Por supuesto que los poderosos no se enteraron sino mucho después, pero con ese gesto del Rey del Universo quedaron vaciados de sentido todos los gestos que se hagan para acumular poder, para aparentar poder, para someter a otros o enriquecerse con el poder.
La anti-imagen, la imagen opuesta, que refuerza el testimonio del Señor, es la de Pilato lavándose las manos. Si hubiera sabido que tenía delante al Todopoderoso y que el Todopoderoso había usado su poder para lavarles los pies a sus discípulos, ¡nunca se hubiera lavado las manos! Con ese gesto entró para siempre en la historia del ridículo. Y
cada vez que los que tenemos algún poder nos lavamos las manos y le echamos la culpa a otros –a los hijos, a los padres, al vecino, a los anteriores, a la situación mundial, a la realidad, a las estructuras o a lo que fuere– aunque sea del sufrimiento más pequeño de nuestros hermanos, nos ponemos del lado de Pilato: vamos a engrosar la fila patética de los que usaron el poder para su propio provecho y fama.
El poder es servicio y el servicio, para serlo bien, debe llegar hasta el detalle más pequeño, ése que hace que el otro se sienta bien atendido, dignificado. Por eso lo de lavar los pies. Porque el Señor quiere que nos sintamos incluidos en lo suyo, en su vida de comunión con el Padre, y que no haya nada que empañe la grandeza de esa amistad. Él nos quiere a todos juntos. Con ese gesto, al mismo tiempo nos iguala y nos hermana. Y nos hermana haciéndonos participar de ese poder: el del servicio entre iguales, el del servicio hasta que se note que es igual el que sirve y el que es atendido.
Esto que suele ser habitual en el ámbito familiar, en que el del cumpleaños invita y hace el asado, o la mamá sirve la comida hasta en el día de la madre, lo tenemos que hacer llegar a la vida del trabajo, a la vida del barrio, a la vida política y social... Y para esto no hay otro camino que el del testimonio. Los discursos no alcanzan, se necesitan testimonios. El que tenga un poquito más de poder se tiene que poner a servir un poquito más. Aquí la interna tendría que ser feroz, así como a veces se da esa interna linda en la familia en la que la madre y las hijas se disputan el delantal para lavar ellas los platos.
Quizás alguno piense que somos ingenuos al decir estas cosas. Pero nuestro pueblo sabe muy bien lo que es el poder y lo que es el servicio. Nuestro pueblo sabe muy bien que venir a San Cayetano, a los pies del poderoso San Cayetano, es un gesto religioso y – por eso mismo– es un gesto político en el más alto sentido de la palabra. Al tocar los pies del santo, al lavárselos con sus lágrimas, al musitar su pedido y suplicar el perdón de Jesús que limpia y dignifica, nuestro pueblo nos está diciendo a todos que el poder que Jesús le dio al santo es servicio, que todo poder es servicio y no hay que usarlo para otra cosa. Lo dice en silencio, con el gesto manso y paciente de esta fila interminable de pies cansados y quizás sucios que, a los ojos de Jesús, son los pies más hermosos del mundo:
hermosos porque son los pies de un pueblo que no se cansa de querer peregrinar en paz;
hermosos porque son los pies de un pueblo que una y otra vez deja que su Señor se los lave y así recupera su dignidad;
hermosos porque se lavan enteros los de todos juntos, porque no sólo queda limpio
todo el hombre sino también todos los hombres, como decía Pablo VI;
hermosos porque, una vez limpios, se ponen en camino para lavar los pies de sus hermanos, con la esperanza que da este gesto humilde y todopoderoso de un poder que incluye a todos en esos valores que forman la comunidad: la justicia, el trabajo, el pan y los detalles que nos igualan y nos dignifican y nos hacen sentir bien;
hermosos hoy, 7 de agosto, porque en la cola peregrinan con Jesús y San Cayetano para recuperar la dignidad y los valores en comunidad.
Con San Cayetano le pedimos a la Virgen, quien como Madre le enseñó a Jesús esto de lavar pies, que nos lo enseñe a nosotros, que nos lo grabe bien en la memoria, para que cada vez que la vida nos pone ante la opción entre servir incluyendo o aprovecharnos excluyendo, entre lavar los pies a otro o lavarnos las manos ante la situación de los otros, se nos venga a los ojos esta imagen de Jesús y la alegría del servicio se adueñe de nuestro corazón y nos anime a trabajar por el Reino.
Oración a Nuestra Señora de Luján
Virgen de Luján, Madre de nuestra patria;
a vos recurrimos confiados
porque sabemos de tu inmenso amor
por nosotros.
Al mirarte, contemplamos en tu imagen
al dolor y a la muerte ya vencidos.
Pero, mientras andamos el camino
de la vida,
necesitamos que hagas más fuerte
nuestra fe,
más grande nuestra esperanza,
más solidario nuestro amor.
Bajo tu manto se cobijan los más pobres,
los enfermos y los que sufren
soledad y tristeza en su corazón.
Que tu fuerza y tu cariño
nos hagan más hermanos,
para poder anunciar que tu hijo Jesús
es el Salvador.
Madre buena de Luján,
toda nuestra vida está en tus manos.
Cuidanos siempre con tu dulce bendición.
Himno de San Cayetano
Padre glorioso San Cayetano,
traigo en mis manos mi corazón,
con la esperanza y la confianza,
abro mi alma con mi oración.
San Cayetano danos la paz,
danos trabajo, danos el pan.
Siempre vivamos en alegría,
en la justicia y en el amor.
Cuando en mi alma sienta tristeza,
cuando en mi alma sienta dolor,
dame paciencia, dame tu fuerza,
ayúdame mi protector.
Muestra siempre San Cayetano
al niño Dios, mi Salvador,
que en su mirada vea el amor
y en sus bracitos paz y unión.
Siempre tú fuiste San Cayetano,
desde el cielo, mi protector,
no me olvides en esta vida,

dame siempre tu bendición.
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