martes, 13 de septiembre de 2016

“Odio a los indiferentes” de Antonio Gramsci

Quiero  compartir con todos estas palabras de Gramsci que parecen escritas hoy. Por necesarias, por vigentes. Recuerdo haber asistido a un curso formativo -exactamente en 1990- en donde un día se nos dijo "todo saber implica compromiso". Uno no puede enterarse de algo profundo y, sistemáticamente, hacer como si no se hubiese enterado, salvo que se adhiera fervientemente a la hipocresía. O a lo grisáceo de la tibieza insípida, que no deja mas huella que la vergüenza. El conocimiento implica responsabilidad. 
Quien no sepa de la injusticia de un sistema, quien no se haya enterado de un crimen social, puede distraerse de absolutamente todo, pero quien descubre y ni siquiera señala, avala deliberadamente. 
Ante la comprobación plena de una injusticia sistémica uno puede reaccionar de diferentes formas: lo que no puede hacer es dejar de reaccionar o accionar de algún modo. ya sea con un compromiso político profundo y revolucionario, ya sea con una sencilla mirada particular condenatoria o crítica. Pero el desentenderse, el mirar para otro lado, es de cobarde o de cómplice.
Va el texto de Gramsci, de título provocativo. Una cachetada, eso trataba de darle Gramsci a quienes tienen todos los elementos para despertarse y no terminan de hacerlo.

                                                                                                    F.C.


“Odio a los indiferentes”

Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida. Por eso odio a los indiferentes.

La indiferencia es el peso muerto de la historia. La indiferencia opera potentemente en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad; aquello con que no se puede contar. Tuerce programas, y arruina los planes mejor concebidos. Es la materia bruta desbaratadora de la inteligencia. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, acontece porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, permite la promulgación de leyes, que sólo la revuelta podrá derogar; consiente el acceso al poder de hombres, que sólo un amotinamiento conseguirá luego derrocar. La masa ignora por despreocupación; y entonces parece cosa de la fatalidad que todo y a todos atropella: al que consiente, lo mismo que al que disiente, al que sabía, lo mismo que al que no sabía, al activo, lo mismo que al indiferente. Algunos lloriquean piadosamente, otros blasfeman obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: ¿si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, habría pasado lo que ha pasado?

Odio a los indiferentes también por esto: porque me fastidia su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos: cómo han acometido la tarea que la vida les ha puesto y les pone diariamente, qué han hecho, y especialmente, qué no han hecho. Y me siento en el derecho de ser inexorable y en la obligación de no derrochar mi piedad, de no compartir con ellos mis lágrimas.

Soy partidista, estoy vivo, siento ya en la conciencia de los de mi parte el pulso de la actividad de la ciudad futura que los de mi parte están construyendo. Y en ella, la cadena social no gravita sobre unos pocos; nada de cuanto en ella sucede es por acaso, ni producto de la fatalidad, sino obra inteligente de los ciudadanos. Nadie en ella está mirando desde la ventana el sacrificio y la sangría de los pocos. Vivo, soy partidista. Por eso odio a quien no toma partido, odio a los indiferentes.

11 de febrero de 1917

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